16 de Noviembre

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Hace unos días ha empezado a hacer frío, ya no voy tan a menudo a la piscina. Si no tengo nada que hacer, como hoy, cojo la motocicleta y doy una vuelta por la playa, sola, notando el viento en el pelo, la arena entre los dientes y ese aroma, esos colores que me sosiegan. Deambulo con la vespa durante horas sin rumbo fijo, sin ver a nadie. Vivo el instante, sin mirar adelante ni atrás. Existo.

Entre la ciudad y la playa hay más o menos tres kilómetros. Una larga avenida flanqueada de altos pinos marítimos divide en dos el parque y, justo cuando estoy a mitad, la motocicleta empieza a dar bandazos y la rueda trasera a ir a la suya.

Lo que me faltaba, he pinchado. Enseguida me embarga la ansiedad. Está oscureciendo y a estas horas el parque no lo frecuentan, digamos, boy-scouts. Por si fuera poco, no se ven muchos coches en los alrededores y los que circulan frenan al pasar por mi lado, haciendo que el corazón se me desboque. Avanzo lentamente sin mirar en torno, empujando mi caballo de hojalata. Dos kilómetros no son tantos, pero se hacen interminables si en los márgenes de la carretera en cuestión no hay casas y es de noche. De repente oigo un par de motos a mi espalda. Cuando me adelantan, los dos conductores se vuelven

para mirarme, pero no frenan, siguen su camino. Mientras los veo alejarse, uno de los dos toca el claxon y hace un ademán a su compañero para que se detenga. Se paran a una distancia considerable y, a la

vez que hablan, se vuelven para observarme. Luego, el de la izquierda invierte el sentido de la marcha y se dirige hacia mí. ¿Y ahora? El corazón va a estallarme, pero trato de no dejarme llevar por el pánico, aminoro de nuevo el paso, meto una mano en el bolsillo y aprieto el móvil. A pocos metros de mí, se detiene y se alza la visera del casco. Yo también me paro y lo escruto. Siento el corazón en la garganta y aprieto con tanta fuerza el móvil que voy a triturarlo. De repente, el tipo se quita el casco, igual que un ladrón que en el momento más emocionante se despoja de la máscara y revela su verdadera identidad, y me quedo boquiabierta. Es tal la sorpresa que estoy en un tris de restregarme los ojos, pero me reprimo. Delante de mí, más silencioso que nunca, está él, Cero, alias Gabriele Righi, mi Caravaggio mudo, mi artista solitario.

Inmóvil, sobre su motocicleta hecha polvo, espera a que le diga algo.

-Vaya, eres tú... -suelto expulsando a la vez todo el aire que he contenido-. Me has asustado -añado sonriendo. Por fin puedo relajarme-. He pinchado -le digo y, con ojos implorantes, le pido-: ¿Me echas una mano?

Debo de darle mucha pena, porque sin pronunciar palabra baja de su motocicleta con gestos comedidos y lentos, pone el caballete, se acerca a mí y se agacha para examinar la rueda.

-¿Tienes el espray? -me pregunta sin dejar de observar la rueda.

Sí, pero no sé usarlo. Mientras él se pone otra vez de pie, alzo el sillín y se lo enseño. Del resto se ocupa Cero, y al cabo de diez minutos tengo una flamante rueda, al menos por ahora, y reboso gratitud por todos los poros. Le doy las gracias un sinfín de veces, él se encoge de hombros y a continuación me pide un pañuelo. Al buscar los kleenex encuentro también el tabaco y le ofrezco un cigarrillo. Niega con la cabeza y coge los pañuelos; mientras se limpia las manos con parsimonia, sólo alza los ojos dos veces, y su mirada se cruza con la mía. Entonces advierto que la suya no es la habitual indiferencia que me dedica en clase, esta vez me parece más cohibido, de manera que desvío la mirada hacia el parque.

-No es el sitio más idóneo para pasear a estas horas -comenta con semblante serio, al tiempo que tira el pañuelo al otro lado de la cuneta.

-Estaba volviendo a casa -me apresuro a responder-, pero luego... -Y le señalo la rueda con el pie.

Miramos unos segundos la vespa, como si pudiese hablar y decirnos lo que opina, y luego nos escudriñamos de nuevo, azorados. Ahora que no estamos en

presencia de una clase que nos espía es diferente.

-Bueno, pues ya está arreglado -digo -, gracias por la ayuda. -Sonrío

levemente.

-De nada -contesta, y me sonríe por primera vez. Es una sonrisa a medias, no

una de esas que te desplazan las mejillas y te achican los ojos, pero es bondadosa y solidaria, así que me reconforta.

-Gracias de nuevo -repito-, nos vemos mañana en el instituto.

-De acuerdo.

Se vuelve hacia su motocicleta. Deja que yo arranque primero y me sigue hasta

que llegamos al centro; luego, en una rotonda, toca dos veces el claxon y, al

mirar por el espejo retrovisor, veo que alza una mano para saludarme antes de

alejarse.

Me paso la noche pensando en él, como si fuese el chico que llevara persiguiendo toda la vida y que hoy, por primera vez, me hubiera dirigido la palabra. Cuando llaman Angela y Claudia para preguntar por mí, me muestro ausente y contesto con monosílabos, dando la impresión de que me importa bien poco lo que digan. Me siento una estúpida, aunque a la vez un poco eufórica. ¿Será que me gusta y, por tanto, sólo estoy alegre porque se ha mostrado amable conmigo? En Cerolandia redoblan los tambores: hemos roto la regla sagrada del silencio.


La lluvia en tu habitación *Paola Predicatori*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora