Gabriele Righi, alias Cero. Da la impresión de que le importa un comino cómo lo
llamamos o lo miramos. Desde que me anulé, desde que me puse «a cero» yo
también, pienso que tampoco se está tan mal solo, apartado, y ya no siento la
necesidad de hablar de ropa, chicos e idioteces similares. Sonia todavía no ha
soltado su presa e intenta arrancarme de ese pupitre, de esa isla, sigue sin comprender que cuanto más insiste más me alejo de ella. Para mi desgracia, por lo visto ha decidido que soy su mejor amiga y, desde que la evito, su misión personal, de manera que esa especie de Juana de Arco no va a facilitarme la vida. Habla de mí con todas las chicas que conoce, me escribe e-mails, me manda SMS estúpidos y, valiéndose de personas a las que ni siquiera conozco, me envía invitaciones a fiestas a las que nunca iré. Bien mirado, no
logro recordar un solo motivo por el que antes la frecuentaba. No la soporto y, sin embargo, he pasado horas oyéndola hablar de sus lecciones de danza, de los chicos que le gustan, de los problemas con su madre súper rubia, súper delgada y súper neurótica, y con su padre, súper guay, supersilencioso y súper psicólogo. ¿Yo fingía? No, sí, tal vez, no me acuerdo.
Ahora estoy en Cerolandia. Nuevo país, nuevas personas, en la práctica dos,
Gabriele Righi y yo. Righi, el auténtico Cero, el rey absoluto de un reino desierto,
juglar a su pesar en una clase que no pierde una sola ocasión de reírse a su
costa. Y él les sigue el juego, nunca los ha decepcionado. Cuando lo llaman para
preguntarle, todos se vuelven a mirarlo esperando el inevitable espectáculo. Si
tiene ganas, se levanta del pupitre y, volviéndose hacia la ventana, suelta el
habitual «No he estudiado, profesor»; en otras ocasiones, en cambio, ni siquiera se pone del todo en pie: se queda con las piernas flexionadas y, acodado en el banco, recita la frase de rigor y vuelve a sentarse.
Los profes lo miran, él les devuelve la mirada. Ellos cabecean, él se encoge de
hombros. Milagrosamente, a veces suena el timbre, y entonces se levanta y, sin
siquiera escuchar la sentencia —«Righi, voy a ponerte un cuatro»; «Righi, estás
jugándote el suspenso»; «Righi, la próxima vez te mando al despacho del director»—, sale a dar su habitual paseo por los jardines de Cerolandia, esto es, el patio del instituto, un preso en su hora diaria de recreo. Apoyado contra la pared, fuma un cigarrillo y mira alrededor. No habla con nadie ni nadie se acerca a él, y no porque los rumores sobre su persona no resulten particularmente atrayentes o porque tenga un aspecto amenazador: el problema es que cuando te mira comprendes al vuelo que, a menos que te invite a aproximarte, te conviene irte con la música a otra parte.
De su familia, sólo vi una vez a su madre, no sabemos si tiene hermanos o hermanas; Righi es de verdad un caso único. Sucedió en una reunión con los
profesores, hace más o menos tres años: era menuda, de rostro delgado y ojos
oscuros, afables. Vestía unos pantalones negros de corte amplio y una camiseta
abotonada azul dos tallas grandes.
Ocultaba el pelo en una boina oscura de lana trenzada, prenda que también parecía habérsela prestado algún hombre de la familia. Estaba apoyada en la pared del pasillo, sin mirar a nadie, sólo alzaba los ojos si pasaba alguien y entonces sonreía tímidamente tratando de disimular su desazón. Llevaba uno de esos bolsos de imitación que se compran en mercadillos callejeros y lo estrechaba de tal forma que casi parecía aferrarse a él. Ese día estaba
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La lluvia en tu habitación *Paola Predicatori*
Teen FictionA sus 17 años, Alessandra ha vivido una de las experiencias más dolorosas: el cáncer se ha llevado a su madre y ahora se encuentra entre la aceptación de una pérdida insoportable y un agudo sentimiento de abandono. Al reincorporarse a la escuela, en...