26 de Noviembre, todavía

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Cuando vuelvo a abrir los ojos, me cuesta comprender lo que pasa. Veo cuerpos que se mueven alrededor y oigo la música retumbar en mi cabeza. Alguien me levanta a la fuerza y me arrastra abriéndose camino en el local atestado. Pongo un pie delante del otro y, mientras avanzo, miro fijamente el vómito que ha salpicado mis botas y los zapatos del que está sacándome a rastras, dos altas zapatillas de baloncesto viejas y blancas. En un santiamén, me doy cuenta del lamentable espectáculo que estoy dando y la vergüenza me impide alzar la cabeza. Lo único que puedo esperar es que al menos hayan bebido la mitad que yo. Luego tropiezo y noto una violenta arcada que, por suerte, no va a más, ya que todo lo que tenía en el estómago ha ido a parar a la moqueta del Mouse o se ha secado en mis botas. Levanto ligeramente la cabeza para averiguar quién es mi paladín, pero encuentro las miradas de disgusto de un grupo de chicas y la bajo enseguida, más avergonzada aún. 

Más empellones, voces, música, hedor a meados cuando pasamos por delante de los servicios y, de repente, un vacío y el aire fresco. Armándome de valor, levanto la cabeza y me quedo de una pieza al reconocer los ojos de Gabriele Righi. Mi mirada se fija en sus labios, que me preguntan dónde he aparcado la motocicleta. Si uno pudiese morir cuando lo desea, ya estaría más que muerta. Agacho de nuevo la cabeza y casi rompo a llorar, pero de improviso la alzo una vez más y le pregunto:

—¿Cuánto es cero más cero? Porque esta noche yo soy más cero que tú. 

A continuación se me escapan dos lagrimones sin que pueda evitarlo. Menuda pregunta de mierda: de hecho, ni me contesta; al contrario, dado que lo he ofendido, quizá me plante aquí mismo y se largue. Mientras sigo delirando en voz alta, él acerca su cara a la mía y me repite que dónde he dejado la vespa. Su voz es serena y afable. Eso significa que no se siente ofendido y que no me abandonará aquí: no todo está perdido.

Me esfuerzo por recuperar el hilo de lo sucedido durante la noche y al final le señalo la explanada para coches al otro lado de la calle.

—No puedo conducir —aseguro, y me abrazo para protegerme del frío. —Conduciré yo —responde tranquilo. —Si mi abuela me ve así, se asustará mucho —mascullo. —Vale, entonces no te llevaré enseguida a casa, daremos una vuelta. ¿Tu chaqueta está en el guardarropa? Asiento con la cabeza, meto una mano en un bolsillo de los vaqueros, recupero el recibo y se lo doy. —Espérame aquí y no te muevas. —

Tras dejarme apoyada en un coche, se aleja apresuradamente. «¿Moverme? —pienso—. ¿Cómo?» El único acto que podría realizar aún con autonomía es licuarme en el suelo.

Alzo los ojos y escruto el cielo sobre mi cabeza: negro y tachonado de estrellas. Cierro y abro los ojos varias veces: ¿estás realmente muerta?

Al cabo de una eternidad, Gabriele regresa con mi cazadora y me ayuda a ponérmela. Dejo que me vista como si fuese una niña: apoyo la cabeza en su pecho y levanto los brazos igual que un títere. De manera maquinal, pesco las llaves de la vespa en uno de los bolsillos de la cazadora y se las tiendo. El motor se enciende con un ruido que me llega directamente al cerebro y, aunque no me lo dice, comprendo que él está esperando a que suba. ¿Adónde vamos? No lo sé ni se lo pregunto. Lo miro durante unos segundos, luego me agarro a uno de sus brazos y subo. Lo abrazo fuertemente y apoyo la cabeza en su espalda, acurrucándome detrás de su cuerpo. A medida que avanzamos —los dos sin casco — oigo crepitar el motor y siento el aire frío en la cara y en las piernas enfundadas en los vaqueros. Mantengo los ojos cerrados, la cabeza me da vueltas. No sé cuánto tiempo seguimos así, pero pasado un rato un olor penetrante y familiar me hace abrir los ojos. A mi derecha está el mar: la espuma blanca aparece y desaparece ribeteando de blanco una inmensa extensión negra. En el cielo se ensanchan densas nubes plomizas. Podría ponerse a llover de un momento a otro, pero a estas alturas todo me da igual. Vuelvo a cerrar los ojos y me abrazo aún más fuerte a Gabriele. Dos ceros en fuga en plena noche, el infinito, también nosotros ribeteamos algo que encaja con la oscuridad.

Pienso que estoy a salvo, que nada puede sucederme ya. Es la misma sensación que tenía de niña, cuando me dolían los oídos y mi madre me metía en la cama con ella. Me rodeaba los hombros con un brazo y apoyaba mi cabeza contra su pecho, a la vez que sostenía un libro con la otra mano. Sentía las gotas calientes en el oído protegido por el algodón, oía el sonido de su respiración y esporádicamente el de las páginas del libro mientras la lámpara arrojaba una luz mortecina sobre el edredón. El mundo aún estaba en orden, el dolor bajo control, mi madre era el roble secular en la cima de la colina, yo la cálida semilla del invierno, protegida por el más poderoso de los escudos.

Me siento aturdida, destrozada, en mi mente bullen mil pensamientos confusos aunque ahora lo único que deseo es que este paseo no acabe. De repente, la motocicleta reduce la velocidad y luego oigo la voz de Gabriele, sobreponiéndose al ruido: —¿Estás mejor?

Asiento con la cabeza; tengo la cara medio hundida en su mullida chaqueta y tapada en buena parte por el pelo.

—¿Sí o no? —insiste.

—¡Sí!

—Entonces, te llevaré a casa. —Da media vuelta y nos dirigimos a la ciudad.

¿A qué distancia se encuentra Cerolandia? Huyamos, Gabriele, vayamos a buscar Cerolandia. Te prometo que no volveré a hablar contigo.

Al llegar, miro hacia el balcón, a tiempo de ver a mi abuela entrar de nuevo en casa. Bajo lentamente, intentando recomponerme.

—¿Cómo estoy? —pregunto.

—Bien —contesta, pero por su expresión me doy cuenta de que debo de dar pena.

—Quédate con la vespa, ya me la devolverás otro día.

Me mira a los ojos como si dudara de estar haciendo lo mejor, pero luego asiente.

—Está bien, te la traeré por la tarde — se limita a decir.

Está completamente despeinado, tiene ojeras y la mirada cansada. «Lo ha hecho por mí», pienso, y sonrío a pesar de que la situación no es nada cómica. Parece a punto de decirme algo, pero luego sube a la motocicleta y la arranca.

—Adiós —se despide con una leve sonrisa.

—Hasta luego —le contesto devolviéndosela.

Al entrar en casa, mi abuela está en la cocina. Segura de que no la he visto, miente y me dice que acaba de levantarse.

—¿Lo has pasado bien? —me pregunta.

—Qué asco —refunfuño mientras me quito la cazadora y la arrojo sobre el banco del vestíbulo—, un sitio lleno de idiotas, y la música aún peor.

Cuando me dirijo hacia el baño, me llega la pregunta que esperaba:

—¿Ese chico es un compañero de clase? —Su tono es dulce, aunque quebrado por el cansancio de la espera.

—Sí, se le ha roto la vespa, así que le he dicho que me acompañara y luego le he dejado la mía. Me la devolverá esta tarde.

—Has hecho bien —dice asomándose al pasillo, con la sonrisa afectuosa de mi madre en su rostro cansado.

De sobra sabe que le miento, estoy tan horrible que hasta un ciego vería que apenas puedo aguantarme en pie, pero no tiene fuerzas para regañarme.

—Anoche telefoneó Claudia, quería hablar contigo. ¿Te acordarás de llamarla cuando te levantes?

Asiento con la cabeza y nos miramos como suspendidas en ese instante. Nos separa la puerta de una habitación silenciosa. A pesar de que estoy destrozada, durante unos segundos me vuelve a la mente la historia de Perséfone y me pregunto en qué estación estamos.

La lluvia en tu habitación *Paola Predicatori*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora