Navidad

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La Navidad siempre me ha parecido la

mejor fiesta del año: cuando era pequeña,

por los regalos y la atmósfera mágica,

luego, cuando crecí, porque se celebraba

todo lo que esta estación representa para

mí: el frío, los días más cortos, la lluvia,

pero también la intimidad, el silencio, los

paseos por el centro hinchada como el

muñeco de Michelin, exhalando por la boca

nubecitas de vaho caliente a cada paso.

La Navidad pasada fue desgarradora

por mi madre. Sabíamos ya que iba a ser la

última. Comía a duras penas y se esforzaba

por parecer serena, pero nosotras —Angela

y Claudia estaban también— éramos

conscientes de que el dolor resultaba ya

difícil de controlar y que en breve

tendríamos que aumentar la dosis de

morfina.

Todavía recuerdo la última comida, en

la que intentamos desesperadamente

parecer despreocupadas delante de ti, pero

cada vez que te mirábamos resultaba más

arduo ocultar la angustia y la tristeza por

mucho que nos esforzáramos. Y tú, ¿qué

pensabas cuando te observábamos? Para

quienes saben que van a morir, los demás

dejan de ser personas corrientes, se tornan

inmortales: tienen toda la vida por delante.

Te miraba y me preguntaba dónde

escondías el miedo que llevabas dentro,

porque ahora sé que el miedo a morir

puede con todo, que no hay antídotos. Te

recuerdo sentada a la mesa tratando de

sonreírme y mirándome con una dulzura

amortiguada por el dolor, con el temor en

el fondo de los ojos. Y, sin embargo, ahí

estabas. Enferma, pero estabas, todavía

teníamos oportunidades. Aún estabas

conmigo, y para mí sola te querría incluso

enferma, o dormida cien años, me

conformaría con escuchar tu respiración

más débil: dormida, pero viva. A veces,

cuando estoy en mi habitación tumbada en

la cama con los ojos cerrados, imagino que

la puerta de casa se abre y que estás ahí,

en el pasillo, delante de tu dormitorio. Tu

sonrisa, tu pelo oscuro, tu perfume, no

vuelvas tarde, ¿has hecho los deberes?,

¿hoy no vas a la piscina?, tápate bien que

hace frío, si quieres voy a recogerte, ¿no

sales con tus amigas? Tienes una mano

apoyada en el picaporte y expresión triste.

La enfermedad te ha encorvado y tu

mirada, que nunca olvidaré, repite sin

cesar, incluso ahora: ¿por qué a mí?, ¿por

qué yo? Quién sabe cuántas veces lo

habrás pensado mientras leías los

resultados de los análisis, de las

resonancias magnéticas, imaginando que

unos rayos invisibles atravesaban tu cuerpo

para ver una maraña de células

enloquecidas, con la esperanza

permanente de que algo hubiese cambiado,

de que te dijeran que todo estaba en

orden, que todo había terminado, que

había terminado, que había terminado.

La lluvia en tu habitación *Paola Predicatori*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora