24 de Diciembre

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Hoy he recibido dos visitas: la primera de

Sonia, la segunda de Giovanni. Por poco no

se han cruzado; los dos han venido con un

regalo. El de Sonia es un osito de peluche,

el de Giovanni, un par de guantes de lana

rosa y azul preciosos, que deben de

haberle costado una fortuna. Por suerte,

Sonia tenía que ir a la peluquería y su visita

ha sido muy breve: grandes efusiones y

una declaración de amistad que habría

atemorizado a cualquiera, a ella incluida, si

hubiese podido verse tan conmovida y

teatral. No entiendo por qué no se ha

tranquilizado todavía, quizá las cosas con

Ilaria no vayan demasiado bien.

Giovanni, en cambio, que por lo general

me inquieta un poco, hoy me ha parecido

un chico como los demás y hemos charlado

como dos viejos amigos, aunque después

de lo del Mouse no me fío del todo.

Le he dado las gracias por el regalo,

pero sin caer en los típicos melindres; no

quería que creyese que bastan un par de

guantes para que las cosas se arreglen, a

pesar de que hoy me ha parecido sincero y

agradable. Quién sabe, tal vez no sea el

caradura mimado que todos piensan. Al

menos, estoy segura de una cosa: es

irresistible, y cuando clava sus ojos verdes

en los tuyos te cuesta concentrarte en lo

que dice y empiezas a montarte una

película en la que salís juntos, el problema

es que al final te percatas de que estás

viendo la película sola.

He ido con mi abuela a la misa del

gallo. En un par de ocasiones le he visto

los ojos vidriosos. Me habría gustado

cogerle una mano, tocarla, pero tenía

miedo. A veces pienso que sólo con rozar

su dolor, me arriesgo a sentir el mío. Lo

despertaría como a un viejo dragón que

duerme en el corazón de la montaña, y no

conozco ningún hechizo que ponga de

nuevo las cosas en su sitio.

A la salida de la iglesia, Sonia y su

madre se han acercado para felicitarnos las

Navidades. Luego la mujer nos ha dedicado

una expresión del tipo debe-de-serdurísimo-

pero-con-el-tiempo-pasará, e

inclinándose hacia mi abuela le ha dicho:

«Hay que ser fuertes», como alguien que

hubiera vivido siempre entre lutos y

miserias, y no en una mansión del siglo

XVIII con piscina y filipina incluidas. No he

soltado una carcajada por respeto a las

circunstancias y a mi abuela, pero lo que

he visto y oído me ha ayudado a

comprender, mejor que mil palabras, que

Sonia sólo puede ser hija suya. Aunque le

ha dado las gracias, las palabras de esa

idiota habían surtido ya su efecto, pues de

hecho mi abuela tenía la voz quebrada por

el llanto. Ha vacilado un poco y se ha

apoyado en mí pidiéndome disculpas con la

mirada, apenas pudiendo contener su

dolor. Cuando he alzado la vista, varias

personas nos observaban. Qué extraña

impresión debíamos de causar, mientras

todos se abrazaban y felicitaban: dos

extranjeras en medio de una fiesta, con el

cansancio propio del viaje y que sólo saben

expresarse en un idioma que nadie

entiende y que no sirve para nada.

La lluvia en tu habitación *Paola Predicatori*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora