27 de Septiembre

947 27 0
                                    

Hoy es el primer día de clase después de la muerte de mi madre. Mientras subo la escalera que lleva al aula, noto que todos me miran. Me esfuerzo por aparentar normalidad, si bien por unos instantes me siento como quien acaba de revelar su secreto más íntimo al mundo entero. En el pasillo me cruzo con varias de mis compañeras, pero finjo no verlas, a pesar de que ellas me saludan con sus voces aflautadas y sus miradas, propias de Winnie the Pooh. Delante de la puerta hay un grupo de chicos. Dos son compañeros míos y al verme me saludan cohibidos. Uno de ellos da medio paso hacia mí, pero, al percatarse de que sigo mi camino, retrocede y se incorpora de nuevo al grupo. Sonrío con amargura: nadie sabe qué decir ni qué hacer en ciertas ocasiones. Mejor así, no se me dan muy bien las frases de circunstancias. Apenas pongo un pie en el aula, me doy cuenta de que es el último lugar del mundo donde querría estar. Me detengo y respiro hondo: me siento a años luz de todo. La muerte de mi madre me ha convertido en un gigante: desde las alturas, cualquier persona me parece insignificante, igual a las demás. Aquí están mis compañeros de clase, que todavía son hijos de alguien, que van vestidos de la misma forma y cuyas caras son idénticas, sin saber qué decir. Preferiría que fueran auténticos desconocidos; al menos me ahorraría también el esfuerzo de saludar. Sonia, que ya se ha sentado en nuestro pupitre, me mira y esboza una sonrisa titubeante. En la iglesia sollozaba. Al recordarlo me entran náuseas. Aún me separan de ella unos cuantos pasos, pero ya imagino las atenciones de que seré objeto durante un sinfín de días, su delicadeza de azúcar glas. Me la imagino representando a la perfección el papel de consoladora de la afligida y siento que no es justo, que me fallan las fuerzas, pero, sobre todo, que nadie puede pedirme razonablemente que me someta a eso. Estoy de pie en medio del aula como si el tiempo se hubiese detenido y en ese preciso instante me vienen a la mente dos posibles maneras de escapar. La primera es dar media vuelta y marcharme; la segunda ni siquiera necesito imaginármela porque está allí, delante de mí, similar a una visión surgida de la nada. Lentamente me dirijo a mi sitio, pero, en lugar de pararme y sentarme, sigo directa hacia la meta que me he fijado. Si bien no logro creérmelo, es cierto: antes incluso de acabar de poner en práctica esa idea, hago caso omiso del sitio contiguo al de Sonia y me encamino hacia el pupitre del fondo. Giro hacia la nada y me convierto en el centro de todas las miradas: me doy cuenta de que la mitad de la clase contiene la respiración, piensan que lo que están viendo es mero fruto de su imaginación, mientras me muevo a cámara lenta, recorro los pocos pasos que me quedan para alcanzar la zona roja y me siento allí, dejando a todos boquiabiertos. A Sonia la primera. «Hola, Gabriele», querría decirle, pero tomo asiento sin decir nada. «Hola, Alessandra», podría decirme, pero no dice nada, porque es Cero. Gabriele Righi, alias Cero. Empezamos a llamarlo así, yo también, el día que durante el recreo rompió uno de los cajones de la mesa de los profesores para recuperar el móvil que le había quitado la de Matemáticas. Cuando ésta regresó a clase, un cuarto de hora después, le dijo que iba a suspenderlo y que repetiría con cero. Él, para hacer el idiota, le preguntó: «¿Con quién, profe?» Ella, como una estúpida, le contestó: «Cero, Righi, te suspendo con cero, me has entendido perfectamente.» «No conozco al tal cero, profe», replicó él, impasible. Y ella, con voz aguda, fulminándolo con la mirada y contrayendo los labios en una mueca de desprecio, le respondió: «Tú, Righi, tú eres Cero.» Mientras tanto, nosotros partiéndonos de risa, tapándonos la boca con la mano, como monitos sobre un árbol, sabedores de que la profe se había pasado un poco. Pero a ver quién era el guapo que se atrevía a defender a uno así. De manera que, desde ese día, todos lo llamamos Cero, y nació la leyenda. Hablábamos de él cuando nos fallaban los demás temas, a pesar de que apenas sabíamos nada de Cero y de que lo poco que sabíamos era desolador: vivía en las casas populares, el barrio más sórdido de la ciudad, al amparo de la estación; su padre sentía más afecto por la botella que por la familia y cuando no bebía se ganaba el pan como obrero; la madre que, en cambio, trabajaba por dos, recibía periódicamente el agradecimiento de su consorte con tanta fogosidad que hasta los empleados de urgencias se habían dado cuenta y, según se decía, ése era el motivo de que los servicios sociales no les quitaran ojo. Por si fuera poco, Cero no vestía ropa de marca, lo que se consideraba gravísimo, una auténtica ofensa al estilo de la corte. Para colmo, alguien lo había visto comprando marihuana a los tipos de la plaza detrás del colegio, y los de mi clase, que se atiborraban de pastillas y bebían como cosacos el sábado por la noche, no lo consideraban guay. Un tipo así no se frecuentaba; si lo hacías eras un matado, alguien al que nadie habría aceptado en su grupo. En cualquier caso, jamás lo había visto nadie en compañía de uno del instituto. En suma, Cero sólo servía a la clase para reírse un poco y aliviar el aburrimiento de ciertos días. Había repetido exámenes un montón de veces, incluso lo habían suspendido en una ocasión, y todos los años los profesores esperaban que no volviese a aparecer. En cambio, él se presentaba invariablemente con la típica mochila y los ojos fijos en el suelo, propios del que sólo pretende que lo dejen en paz. Durante dos años lo habíamos visto llegar y sentarse siempre en el mismo sitio, y nos habíamos reído sin saber por qué. Cero ni siquiera nos miraba, al igual que tampoco miraba a los profesores que le pedían que les explicase por qué no había hecho los deberes, que lo escrutaban en silencio durante las pruebas orales en que lo acribillaban a preguntas para las que carecía de respuestas. El nuestro era el último curso y, con toda probabilidad, lo aprobarían y él se iría con su silencio a otra parte. Si estabas con Cero eras cero, incluso si tenías dinero o eras el mejor de la clase, el más guapo, el más guay. Hacer ciertas cosas equivale a ponerse una máscara; si te ocultas tras ella desapareces y ya no cuentas para nada. Al sentarme tengo la sensación de estar fuera de mí. Me zumban los oídos y el corazón se me acelera, y eso que ni siquiera sé a qué se debe mi decisión. ¿Es por rabia? ¿Dolor? No, es demasiado banal, mi impulso no responde al dolor, del cual aún no sé qué forma tiene ni dónde se ha escondido. Es que después de tu muerte nada puede volver a ser como antes, soy el aprendiz de brujo al que nadie podrá arreglar las cosas. No tengo nada que expiar, no me siento culpable, lo único que noto es que ha ocurrido algo y que la vida cambia, se transforma en algo que no habías pensado, se convierte justo en lo que habías visto que les sucedía a los demás, sólo que esta vez te ha tocado a ti y debes reaccionar, liberarte de las certezas, arrojar un puñado de barro sobre lo que siempre hiciste sin preguntarte por qué y acostumbrarte a lo imprevisto, a la pequeña chiflada que llevas dentro y que se muere de ganas de ponerse a gritar en el momento más inoportuno. Ahora que estoy sentada sé que ha sido un impulso incontrolado, algo que apenas unos meses antes me habría parecido absurdo sólo pensarlo, que no habría hecho bajo ningún concepto, ni siquiera colocada. Y, en cambio, aquí estoy, colgada de tristeza con una dosis ridícula de locura, pegada al asiento, la cuenta atrás ha comenzado. Tres, dos, uno. Cero. Y así empiezo el último año de instituto: trazando una línea que me separa de los demás. Del resto del mundo. Cuando me instalo al lado de Gabriele, éste ni siquiera se vuelve para mirarme, hace que me sienta invisible. Se queda inmóvil, no contrae ni un músculo de la cara. Con toda probabilidad piensa que la muerte de mi madre me ha desequilibrado, eso si la noticia ha llegado a su planeta. No le pido permiso para sentarme, ni me pasa por la cabeza que mi presencia pueda molestarlo. Me siento, y ya está. A partir de este momento somos Ale y Gabriele, igual que dos nombres grabados dentro de un corazón. La clase sigue mirándome atónita y algunos ríen como si hubiese hecho la cosa más cómica del mundo. Oigo que alguien susurra: «Pero ¿se ha vuelto loca?», aunque después todos se preparan para la lección. Los profesores que se suceden esa mañana me lanzan una ojeada y, aparte de uno o dos que osan darme la bienvenida, nadie me dice nada. Sólo Sonia se vuelve durante la clase de Matemáticas y me hace un gesto con la mano a la vez que abre desmesuradamente los ojos, como si quisiera saber qué narices estoy haciendo. La miro y alzo ligeramente la barbilla, cabeceo y finjo no entenderla. Cuando suena la campana del recreo, salgo a toda prisa evitando a todos y me encamino primero a los servicios y luego al fondo del pasillo, donde están los de primer año, a quienes apenas conozco. Me apoyo contra la pared, al lado de la ventana, y permanezco así diez minutos interminables, esforzándome por no pensar en nada. Me digo que puedo continuar de este modo hasta que acabe el curso y, una vez acabado, adiós, chicos. Ilaria, Barbara, Sonia. No tengo ningunas ganas de relacionarme con nadie. Con nadie. Quiero que todo sea diferente, aunque todavía no sé de qué manera. Quien dice que la vida sigue es un idiota. No, la vida se para. El tiempo sigue su curso, pero la vida se para un montón de veces dentro de sí y se convierte en algo irreconocible. La parte más difícil es cuando te toca estar parado y esperar. Hoy he decidido aguardar sentada aquí, en el último banco. Me resisto, no quiero que mi vida vaya a ninguna parte sin ti. Al entrar de nuevo en clase, me basta con echar un vistazo para darme cuenta de que, entretanto, alguien me ha cogido la bolsa y la ha colocado en el pupitre de Sonia, en mi antiguo sitio. Por segunda vez esa mañana atraigo la mirada de todos cuando agarro la bolsa y la arrojo bruscamente sobre el pupitre de Cero, quien, pese al ruido y la violencia del gesto, alza apenas la mirada y a continuación se inclina para recoger un lápiz que se ha caído al suelo con el golpe. Oigo a Ilaria, que susurra: «Vamos, chicos, dejadla en paz...» «Eso es -pienso-, no os metáis donde no os llaman.» Al final de la última hora recojo a toda prisa mis cosas y me marcho sin despedirme de nadie. Al pasar por delante de mi viejo pupitre, miro fugazmente a Sonia, que me saluda como si nada, como si hubiese sido una mañana idéntica a las otras, como se hace con los locos; por lo visto, está convencida de que mi actitud responde únicamente a la necesidad de desahogarme y que tarde o temprano recordaremos este momento espantoso en su pequeña habitación de un blanco tipo Ikea, abrazadas en el borde de la cama, llorando cada una en el hombro de la otra. Bye-bye, my friend. Por la tarde voy a la piscina y por fin consigo relajarme en el agua. Esa masa líquida azul claro es el único lugar donde logro dejar de pensar, me olvido incluso de quienes nadan en la misma calle que yo. Al agua me une un vínculo amoroso. El flechazo surgió cuando tenía unos doce años, y la artífice fue mi madre. Por aquel entonces yo tenía una amiga que se llamaba Cecilia, una niña delgada y tranquila con quien me sentía muy a gusto. Un día que fui a su casa a hacer los deberes, pues íbamos a la misma clase, la encontré en compañía de una de sus amigas de ballet. Estaban hablando del ensayo, y sobre la cama había una faldita de tul rosa que su madre le había cosido para la ocasión. Sin pensármelo dos veces, la cogí y la miré extasiada. Luego le pregunté si podía probármela. No noté ni su expresión de alarma ni la sonrisita pérfida de su amiga. Cecilia soltó una risita y, a la vez que recuperaba la falda, me dijo que no, que si lo hacía se la ensancharía. Sentí una profunda vergüenza, sobre todo porque su amiga me miraba como si fuese una bola de grasa. Jamás había pensado en Cecilia y yo como la flaca y la gorda, éramos amigas, ¿qué importancia tenía cómo fuéramos? ¿Qué tenía que ver el afecto con nuestros cuerpos? Apenas abrí la puerta de mi casa, rompí a llorar. Mi madre no logró consolarme. A partir de ese día fui oficialmente gorda, pese a que sólo estaba un poco hinchada debido a la edad, las hormonas y demás. Incluso me pareció que las trenzas, que me hacía meticulosamente todas las mañanas para tener un aspecto aseado, aumentaban de repente de volumen. Cuando mi madre me propuso la natación, la idea de mostrarme al mundo en traje de baño me pareció poco menos que horripilante, si bien acabé aceptando, desesperada. Exceptuando el lanzamiento de peso, creo que me sentía inadecuada para cualquier otro deporte. No sabría decir qué me restituyó el agua, el caso es que funcionó. Enseguida me di cuenta de que con el gorro y las gafas todos estábamos horribles y que, aún más importante, el agua acogía mi cuerpo, probaba su fuerza y su resistencia, en lugar de rechazarlo. Para sentirme a mis anchas bastaba con concentrarme en el movimiento, en lugar de en la forma. El agua me quería, y yo a ella. Me gustaban los nadadores lentos, que iban y venían por las calles sin detenerse nunca, como si estuviesen en el Caribe gozando de la cosa más hermosa del mundo. Deseé sentirme así, que mi cuerpo se olvidase de sí mismo y se convirtiese en un movimiento puro, infinito. Como siempre, me deslizo por la superficie del agua sin detenerme jamás, concentrándome en la respiración, en las burbujitas azules que se forman a cada brazada. Me gusta imaginarme que, de repente, las paredes de la piscina desaparecen y por fin puedo respirar bajo el agua y marcharme sin volver a emerger.

La lluvia en tu habitación *Paola Predicatori*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora