Por eso Christopher era su favorito, su número uno. Sus destinos estaban entretejidos, igual que relata la leyenda, sin importar cuanto sus caminos se enredaran, jamás se romperían.
Llegó a casa luego de un extenuante día de lluvia, se mojó por no llevar paraguas, se empapó de tanta tristeza... que no logró vencerlo, porque Chris le esperaba al otro lado de su puerta, con unos globos y confeti en un lado de la mesa, unos pañuelos, cintas de películas de terror y helado abarcando el lado libre.
— ¿Cuáles debemos usar hoy, Corazón? — Su tono rítmico, hogareño y familiar, le recompuso el alma. Hizo que el dolor se derramara y solo recordase el calor de la felicidad, supo que si hubiese encontrado un apartamento vacío, se habría derrumbado.
— No vamos a ver la Masacre en Texas de nuevo — pidió al despojarse de su chaqueta, tirando los zapatos en la entrada y dejando sus llaves en la mesita de la sala.
— Hmmmm, está noche tengo público difícil — con un atisbo de una risa, una mueca levemente llena de alegría de ver la calma en el omega, no se pudo aguantar las ganas, se le arrojó encima para estrujarlo cual si fuese un oso de felpa, apretó con tanta fuerza que Aaron tuvo que golpearlo al quedarse sin aire.
— Gracias por venir — tosió, se rompió un par de cuerdas o al menos así lo sintió — Casi haces realidad mi sueño de morirme — se desplomó en la alfombra, desinhibido del dolor, atontado por la presencia de Chris — pero como no se cumplió, debo comer, tengo hambre. Aliméntame —
— ¡A sus órdenes, señor esposo! — corrió hasta una bolsa plástica con el logo del minisuper cerca del complejo de departamentos, y sacó dos tazas de sopa instantáneas, las agitó con orgullo demostrando sus pobres dotes de cocina — Son las picantes, las que odias —
Se acercó a su amigo para rebuscar en su bolso mágico lleno de comida chatarra, sacó unas papitas saladas y la abrió sin permiso, se enojó por la poca cantidad de contenido y suspiró — ¡Que asco, son horribles. Comamos! — dijo llenándose la boca de papas, siguiendo los pasos del beta que se instalaba en su cocina.
Aaron se sentía inmensamente afortunado por tener un amigo como Christopher, incondicional. Sabía que él estaba un tanto ocupado con trabajos de la facultad, estaba siendo egoísta en robarle su tiempo, pero lo necesitaba. En las buenas y las malas, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y la pobreza, Chris siempre estaba.
— ¿En qué piensas tanto? — preguntó el chico que se acercó con los dos tazones de plásticos humeando, hervían, se cocían, desprendían un aroma apetitoso, pese a su poco valor nutricional, seguramente los rectos e intachables señores Parks morirían de un infarto al saber que su hijo probaba el bocado de comida de plebeyos.
Aaron se dio cuenta que perdió la noción del tiempo, su amigo ya le esperaba para devorar la cena. Regresó sobre sus pasos, sentándose en la alfombra, alrededor de su mesita del centro, una pieza añeja, trazada por los años, pero cuya vida útil seguía extendiéndose. Christopher se acomodó a su lado, le tendió su taza y un tenedor.
Comieron en la ausencia de palabras, saborearon los fideos y sorbieron la sustancia.
El omega se despojó de sus lentes cuando estos se llenaron de una capa de vapor que entorpeció su visión, limpió cuidadosamente el cristal, usando el borde de su sudadera. El beta, que decidió compartir el silencio, dejó su propio tazón a un lado para recostar su espalda contra la de Aaron.
El peso de su amigo contra su espalda le hizo moverse un poco hacia adelante. Christopher, plagado de confianza, se apoyó en él.
— Pesas mucho — se quejó el omega sin fuerzas, sus ojos finalmente se plagaron de lágrimas, la lluvia empapó sus mejillas.
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El Extra
RomanceAaron está en medio de una encrucijada de un romance cliché externo a él, entre sus vecinos; Sebastián, la personificación de lo imperfecto y Alex; la personificación de lo perfecto. Quienes parecen empezar a pasar del amor al odio cada día. Mientra...