(𝐈𝐈)

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Despedida

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Despedida

La diosa Atenea ascendió al Olimpo. Echó una última mirada a Odiseo y entró en su morada.

La fiesta que había tenido lugar parecía que ya había llegado a su fin. Su tío Poseidón, el que sacude la tierra, parecía que iba a marcharse. A Atenea se le tensó la mandíbula porque al último dios que quería encontrarse en ese momento era él. De mala gana le saludó porque ante todo era educada.

— Hola sobrina — contestó el dios de los mares.

— Ya te marchas, ¿verdad tío? — respondió cruzándose de brazos.

Poseidón soltó una carcajada ante el gesto de su sobrina y se percató de que ella trataba de ocultar con mucho esfuerzo algo que había hecho en ese día. El dios de los mares conocía bien a su sobrina, mejor de lo que ella creía. No le costó intuir que ella acudió al encuentro del astuto Odiseo y que algo había pasado porque ella tenía las mejillas sonrosadas y los labios ligeramente hinchados, como consecuencia de que se unió al mortal.

— Sí, pero antes de irme, no entiendo por qué te empeñas tanto en ocultar que has perdido tu virginidad con un mortal—soltó el dios de los mares con malicia.

La diosa de la sabiduría se sonrojó por vergüenza y enfado.

— Eso no es verdad. Esa acusación que acabas de hacer es muy grave y pagarás por ello, tío —contestó ella.

—Bien sabes que es verdad. No te avergüences sobrina, aquí todos los dioses yacemos con quien nos place y algunos más que otros. Si no, fíjate en tu padre — añadió con malicia Poseidón y finalmente descendió a su reino.

Atenea, la de los ojos resplandecientes, le vio marchar y le fastidió reconocer que tenía razón. Todos los dioses del Olimpo eran sumamente promiscuos. No importaba quién se les pusiera por delante ya fuera otro dios, un mortal, una ninfa o cualquier otra criatura, se la llevaban a la cama igualmente.

La diosa guerrera atravesó un hermoso jardín ubicado en medio del Olimpo y finalmente llegó a su hogar. Cada uno de los principales dioses construyó su propio templo en el que vivir. El de Afrodita por ejemplo, era de mármol blanco y oro, el de su hermano Hermes era de cuarzo, y su preciado hogar en cambio, era de mármol blanco con vetas de color verde.

A los ojos de Atenea su templo era el más bonito y sencillo de todos. Se sintió bien al llegar al hogar tras haber tenido un día cargado de tantas emociones. No perdió el tiempo y se fue a sus aposentos, se quitó el peplo con cuidado, lo dobló y se quedó desnuda.

La curiosidad por saber qué estaba haciendo su mortal predilecto se apoderó de ella. Sabía que ya se había inmiscuido demasiado, que con él había sobrepasado límites que jamás habría imaginado traspasar, pero la curiosidad venció.

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