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I. La prueba

Las lecciones de combate prosiguieron

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Las lecciones de combate prosiguieron. Una vez que Niké dominaba prácticamente a la perfección el combate cuerpo a cuerpo, le tocó aprender a usar la lanza. Estaba muy entusiasmada, pues nunca se hubiera imaginado que aprendería a luchar y mucho menos que aprendería de la mano de la mejor guerrera que había en la Hélade, la hija del prepotente padre, Atenea.

— Bien, ahora coge la lanza con una sola mano— le ordenó la diosa.

Niké asintió con la cabeza. Se agachó y cogió con la mano derecha una lanza hecha de bronce. Debido a la fortaleza física que ya tenía, no le costó mucho sostenerla, pero la agarraba de forma indebida.

— Así no la puedes agarrar, Niké, porque perderás fuerza al momento de lanzarla al enemigo— le aconsejó sabiamente Atenea.

La mortal asintió con la cabeza y la sostuvo de otra forma. La diosa negó con la cabeza y vio que no le quedaba otra opción que tocarla para explicárselo mejor. Sonrió con nerviosismo mientras se aproximaba a su alumna y se ponía detrás de ella. La mortal se tensó al sentirla detrás de ella. La diosa posó su mano sobre la de ella mostrándole cómo debía sostener la lanza para arrojarla con éxito al enemigo que se interpusiera en su camino.

Niké, totalmente complacida por su proximidad, no iba a desaprovechar esa oportunidad, por lo que se atrevió a recostar su cuerpo contra el de la diosa. La hija de Zeus sonrió de forma imperceptible al notar el cuerpo de la mortal recostado contra el suyo y disfrutó de la proximidad de su cuerpo y no la apartó.

— Ahora debes arrojar la lanza — susurró la diosa en voz baja.

Niké no respondió. Estaba tan absorta inhalando el aroma que impregnaba el ambiente que no la oyó. 

Atenea se dio cuenta de eso y sonrió con placer al ver que la mortal no era inmune a sus encantos. Esa mañana se había perfumado a propósito con ambrosía, pues, sabía que una de sus numerosas propiedades era que desprendía un aroma irresistible para cualquier dios y para cualquier mortal.

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