1. "¿Posible asesinato?"

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PRESENTE.

Chiara.

Cualquiera que dijera que el amor era el sentimiento más fuerte, no había odiado a nadie en toda su vida. Porque de haberlo hecho sabría que mientras el primero parecía ser un simple sentimiento guiado por la idealización y necesidad de contacto físico del ser humano, el segundo era una especie enfermedad grave casi terminal o podía decirse que también podría ser algo así como una bacteria que te infectaba hasta volverse letal.

Odiar a alguien era incluso peor que estar enamorado. No podías, por más que lo quisieras, borrar a esa persona. No podías superarla porque ni siquiera sentías algo más que desprecio por ella, tampoco podías olvidarla, porque no era alguien memorable, solo persistente, y que se encargaba de hacer que  lo que sentías por ella aumentara.

Eso era lo que yo sentía por Knox. Nos habíamos criado juntos desde que éramos bebés, y nunca, en serio; nunca habíamos logrado llevarnos bien, o pasar más de diez minutos sin discutir.

Por supuesto que nuestras discusiones fueron más distintas a medida de que crecíamos. A los diez eran cosas menos relevantes, como quien tenía el control remoto cuando íbamos de vacaciones todos juntos o quien hacía la mejor casa en la playa. Pero luego, a los quince, fueron diferentes, se volvieron más crueles y crudas, porque sabíamos todo sobre el otro, y de esa manera supimos donde pegar para que doliera.

Pronto fueron una guerra de quién lograba aplastar al otro y empeorar sus inseguridades, y pronto nos vimos envueltos en discusiones que terminaban de una manera terrible. Algunas tan fuertes que quizás queríamos retractarnos al final, sin embargo, no lo hacíamos. Porque nuestro orgullo era más grande.

Nuestros padres habían intentado arreglar la situación un sinfín de veces. La razón se debía a que eran mejores amigos, y querían que al menos supiéramos coexistir en los viajes o salidas en grupo, que se consideraba familia. No lo habían logrado.

Podrán imaginar lo mal que me vino la noticia de que Knox se estaría quedando a vivir conmigo por unos meses, y que ninguno de los dos podía hacer algo para evitarlo. Al parecer él tenía que quedarse en la ciudad por un proyecto, del que aún no me había dicho nada, ni tampoco esperaba que hiciera.

Además estaba el hecho de que parecía haber agotado la paciencia de sus padres por su gran habilidad de meterse en problemas y le habían dicho que sería buena idea que estuviera un tiempo aquí. Y él, por más idiota que no le gustaba seguir las reglas y todo el rollo, no podía negarse a las cosas que le pedían.

Yo tampoco podía hacerlo, por eso no lo corrí la misma noche que llegó.

Lo quise hacer, en realidad no había querido tenerlo lejos tanto como ahora, porque me caía mal y  sabía que mi rutina se vería interrumpida, y no me gustaba para nada.

Tenía un plan determinado para todas mis mañanas. Eran un total de seis pasos metódicos que no me gustaba saltarme, porque me gustaba tener el control de cada uno de los aspectos de mi vida.

Me despertaba cuando el reloj marcaba las cinco, iba al baño y me cepillaba muy bien los dientes, para luego lavarme la cara con un jabón con vitaminas para la piel y luego iba a la ducha. Una vez terminaba me vestía, e iba a preparar mi desayuno en silencio. Porque el silencio me gustaba, me hacía sentir en paz y ayudaba a que mis pensamientos fueran más claros.

No obstante, como lo supuse la primera mañana de Knox aquí no fue como las demás. No. Empezando porque me despertó el sonido de la licuadora, seguido de los gabinetes de la cocina siendo abiertos y luego cerrados.

Furiosa fui hacia la cocina para encontrarme a Knox moviéndose por el lugar con demasiada agilidad para alguien que llevaba solo una noche en el piso. Iba sin camisa, por lo que podía ver su espalda y los músculos flexionados con cada movimiento que hacía.

El corazón de Knox © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora