—¿Ya te dieron las buenas nuevas?
Pedro mantiene a la yegua en el camino, tratando de no jalar con mucho ímpetu las riendas, no sea cosa que se vaya a espantar la fierecilla. Gira hacia José, que lo sigue de cerca trotando en su caballo de siempre.
—No, ¿qué pasó o que? —le pregunta Pedro, con una sonrisa burlona— ¿que la chamaquita del hotel ya te hizo caso?
José hace un ademán en el aire.
—¡Nooo, qué va! Dicen que el señorito ese ya llegó. Hoy al mediodía, fijate. Y que tiene una piiiinta...
Pedro frunce el ceño.
Si eso ya se lo esperaba. No es novedad. Eso se lo esperaba todo el mundo. Que fuera un tipo adinerado, agrandado y acomodado.
De todos modos Pedro se hace el desinteresado.
—¿Pos pinta de qué?
—¡Hombre! Como de embajador o algo así...
Pedro suelta una carcajada, la yegua debajo de él se sobresalta.
—Ahhh pero qué menso eres, ¿cómo que de embajador?
—¡Que sí! Me lo dijo la seño, disque muy educadito según ella, con su trajecito y corbata y toda la cosa, tu.
Pedro sacude la cabeza y le da una patada a la yegua para que apresure el paso.
—Pos a ver cuánto le dura la educación. Pelados estos... se creen que uno por ser de rancho...
—¡¿Pa qué la apuras?! —José se acerca para seguirle el paso— ¿qué quieres que te vuelva a tirar pal suelo? ¡Váyale despacio!
—¡Que eso del aventón nomás fue mala suerte, te digo! Si ya la tengo enseñada, —insiste Pedro, y le guiña un ojo a su amigo— ¿qué no me crees? Una carrera de aquí al arroyo, a ver quién llega primero.
—No seas así... todavía se te ve el moretón.
Pedro lo ignora.
—¿A poco tienes miedo?
—Pos sí, de que te caigas.
—Órale. Tonces si llego primero, le llevas gallo a la chamaquita, ¿así sí?
Y con eso, da una patada con las espuelas puntiagudas y la yegua suelta un relincho antes de pararse en sus dos patas traseras, claramente furiosa.
Pedro odia admitirlo, pero por un momento se ve en el suelo todo pisoteado y debe darle la razón a José. Claramente Cleopatra no está tan domada como parece...
—¡Tranquiiiila, mi reina! —exclama Pedro, tratando de tantearle el cuello y observando cómo el caballo de José retrocede pavoroso lejos de sus patadas asesinas.
Pedro no sabe exactamente cómo sucedió, porque sucedió muy rápido. Cae hacia un lado, una de sus piernas queda atorada a la montura. Luego se golpea fuerte contra el piso y logra cubrirse la cabeza antes de que una herradura se le estampe en el brazo.
Lo siguiente que escucha es a su amigo gritando su nombre y lo siguiente que ve la yegua del nuevo patrón, el embajadorcito de Guadalajara, cabalgando a toda velocidad lejos de allí.
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Se siente como un muñeco de trapo recostado contra José, que lo mantiene en su lugar sobre el lomo del caballo con un brazo y sujeta las riendas con el otro.
—No puedo... resp... —Pedro toma una bocanada de aire en vano— ...respirar, mano.
—Ya casi tamos, Perico. Aguanta.