El primer recordatorio de la posición social de Don Jorge se lo da a Pedro el enorme complejo de apartamentos frente al cual el patrón detiene el coche, en los suburbios de la ciudad.
De color blanco. De brillosas y amplias ventanas. De demasiados pisos como para contarlos desde aquí abajo sin marearse por la perspectiva del rascacielo.
Jorge cierra la cajuela de su camioneta y ese sonido es el que a Pedro lo hace apartar la vista de regreso a la calle ajetreada detrás de él.
—Patrón, ¡deje eso!
Pedro se apresura a quitarle su maleta de las manos a Jorge, que lo mira con los labios tensos y expresión de reprimenda mientras el menor lo sigue hasta la puerta principal del establecimiento.
—¿Qué le dije del "patrón"?
—Disculpe, patrón. ¡Digo!
Jorge sacude la cabeza muy sonriente y mantiene la puerta sujeta con una de sus manos anchas para dejar a Pedro pasar como si fuera una dama.
—Digo... Se me sale, Don Jorge.
—¡Doctor! —el señor de cabellos blanquecinos detrás de aquel mostrador emite un aplauso y hace un gesto apreciativo hacia Jorge— siempre es un gusto volver a verlo. ¡Y acompañado!
Jorge asiente mientras se aproxima hacia la barra para estrechar la mano extendida del empleado.
—El gusto es mío, Don Tulio. Este es Pedro, me lo traje de la hacienda.
Pedro trata de no reaccionar de manera muy exagerada ante esa introducción y sigue a Don Jorge como patito recién nacido, estrechando la mano del señor con cordialidad.
—Es un placer conocerlo al fin, Pedro.
—Igualmente —asiente Pedro de manera automática, enviándole a Jorge una miradita de soslayo que solamente significa: "¿Al fin?"
Pero esa interrogante es respondida casi al instante por el recepcionista de uniforme color uva.
—Así que usted es el encargado de cuidar a mi Chiquito, eh. Y dígame, ¿por qué no me lo trajeron? —cuestiona el señor con pésame que parece ser real, las arrugas en su rostro juntándose en una expresión casi dolida— tanta compañía que me hacía.
—Don Tulio, no hubo con qué subirlo al coche, mire, —explica Jorge— viera usted lo salvaje que se me ha puesto allá en el rancho.
Tulio sacude la cabeza y luego un dedo acusatorio hacia Pedro:
—¡Será culpa de este jovencito!
Y Pedro no puede más que sentir sus mejillas enrojecer y soltar una carcajada, pasándose el enorme sombrero de mano en mano y mirándose los pies mientras Jorge y el recepcionista se ríen muy a gusto a costa de él.
—Cuál jovencito, patrón, —masculla Pedro— si tengo treinta y cuatro.
—Pues yo tengo setenta y dos, y usted está muy jovencito, —le responde el hombre— y no soy yo su patrón, eh. Tome.
—Bueeeno, pero, —vacila Pedro, agitando una mano en el aire restándole importancia— pos así le digo yo.
Don Tulio se da la vuelta y saca de su respectiva casilla la llave de lo que Pedro asume es el apartamento de Don Jorge, pasándosela al mayor.
—Y la copia también, si es tan amable —le pide Jorge.
El hombre es incapaz de esconder la sorpresa que ese pedido le provoca, y alterna su mirada entre su inquilino y su invitado, haciendo a Pedro sentirse como piedra en un zapato.