—Y respire hondo...
El muchachito asiente y toma una bocanada de aire demasiado rápido. Jorge se mantiene a su costado y sonríe amablemente, depositando la campana del estetoscopio aquí y allá mientras su paciente desmayado recobra el color en las mejillas y poco a poco regulariza su respiración.
—Y una vez más, por favor, —le indica, moviendo el metal hacia el medio de su pecho y comprobando que no existen aparentes problemas en el tracto respiratorio, su latido es constante y normal— muy bien, recuéstese.
El joven se baja la camisa y asiente un tanto agitado, volviendo a recostarse en la camilla lentamente. Jorge se cuelga el estetoscopio al cuello y saca de su bolsillo un bolígrafo.
—Todo parece estar en orden. Voy a ordenarle un análisis de sangre para estar seguros, y reposo por veinticuatro horas.
—Gracias, doctor.
—Mmm.
Jorge se detiene al costado de la camilla con una ocurrencia inesperada, observando al chamaquito parpadear con la vista al techo como si las luces incandescentes de la sala de emergencias le molestaran.
—Entonces, ¿nomás ya me puedo ir?
Jorge le regala otra sonrisa calma y posa una mano sobre su hombro, notandolo aún un poco pálido.
—No hay prisa, puede usted descansar por unos minutos más. Y si lo regaña alguna de las enfermeras, le dice que el Doctor Negrete está esperando por unos resultados.
El muchacho suelta una risa y deja la cabeza caer sobre la almohada, pero Jorge frunce el ceño y se gira para buscar en la sala de espera la tabla de Snellen colgada en la pared de yeso, frente al mostrador de administración. Gira la vista para ver al joven Solís quedarse estático sobre la cama, todavía notablemente mareado, y sale de allí para buscar el encuadre.
—¡Doctor!
Su colega de recepción lo llama nomás al verlo pasar.
—Dígame —le responde Jorge, regresando a ella ya con el examen de agudeza visual encuadrado en las manos.
—Tiene uno de esos en la sala de oftalmología, —le dice Rosario— bueno, lo llamó la señora Elisa otra vez. Le dije que estaba atendiendo y que le regresaba la llamada cuanto antes.
Rosario le pasa un pedazo de papel con un número telefónico y Jorge puede poco y nada disimular su estado de ánimo al recibirlo. Es el número telefónico de sus suegros y eso sólo puede significar que Elisa se llevó a Diana de regreso. Debería haber ido por ella a la estación, ayer. Los trámites con el abogado, la visita de Pedro y los arreglos con Antonio lo olvidaron completamente de que están a fin de mes.
Ni siquiera quiere imaginarse el discurso que va a tener que aguantar por esa imprudencia.
—Gracias, Rosario. ¿Dejó algún recado?
—No. ¡Ah! Y ya llegó el Doctor Soler, ese sí le dejó recado...
Su colega le sonríe pícara y Jorge suelta una risa cansada. Ya puede adivinar qué tipo de mensaje.
—No me diga.
—Sí, dice que si lo encuentra aquí luego de las doce lo echa a patadas, —se carcajea Rosario— así que ándele. Ya van a ser.
Jorge sacude la cabeza y regresa a la camilla en donde Francisco Solís, de veinte años, ingresado hace media hora por los paramédicos que constataron un desmayo y lo trasladaron a Emergencias, aguarda aún con los ojos cerrados. Los vuelve a abrir cuando lo escucha llegar.