Pedro no logra disfrutar de esa ducha caliente que tanto había estado anhelando, por obvias razones. Se enjabona, se lava el cabello con champú que ni siquiera es de él, aunque puede decir con propiedad que no es tampoco la primera vez que lo utiliza, y sale de allí adentro bastante a prisa, cuando aún Antonio no aparece con Don Miguel.
Regresa fuera perfumado y con una muda de ropa que Rosita guarda en su propio armario para situaciones como esta, y se adentra a la recámara de huéspedes que el abogado estaba ocupando, hacia donde Jorge trasladó al chamaco.
Lo encuentra al patrón tomándole el pulso con una mano en su muñeca, de espaldas a él. Manuelito todavía medio inconsciente, soltando esos resoplidos cansinos y luciendo sudoroso. Tiene el brazo mordido sujeto con una tira de tela a la altura del corazón.
Chiquito se levanta de su alfombra junto al sofá cuando lo ve salir del baño envuelto y lo sigue despacito hasta la habitación, sentándose en sus patas traseras cuando Pedro se detiene en el umbral para contemplar aquella escena poco alentadora.
No quiere interrumpir, así que con un suspiro se gira y regresa a la cocina para servirse un vaso de agua. El perro lo sigue allí también, silencioso, y Pedro le regala unas caricias entre las orejas.
La culpa es de él.
Ya sabía que tarde o temprano ese muchacho iba a pagar los platos rotos.
Que su involucramiento en el asunto iba a terminar por perjudicarlo.
Ya sabe Pedro con tan sólo mirarlo que las posibilidades de perjudicarlo de otra manera han crecido en esta última semana, razón por la cual no le devuelve esas miradas interesadas ni agradece con insinuaciones sus atenciones.
No le conviene enredarse amorosamente con el patroncito, que lo que tiene de bueno lo tiene de chulo, y sabe además que Don Joaquín... ¡Don Joaquín!
Se estarán preguntando qué le pasó.
No va a estar nada feliz.
Toma aire profundo y se pasa una mano por el rostro, agotado. Poco hizo el agua caliente para aliviar esa tremenda contractura que viene acarreando desde hace seis días, que de dormir en aquél catre hace que le duela el cuello cuando se gira para ver a Jorge adentrarse en la cocina, con cansancio claro en sus facciones. Su patrón sigue de pantalón y camisa, como los recibió.
Deja el estetoscopio sobre la mesada y Pedro se detiene en su poco enérgica búsqueda de galletas en la alacena.
—Pedro... —intenta Jorge, con voz demasiado apologética.
—Ahorita no, patrón.
Jorge ignora su petición y lo gira con una mano en su codo aunque Pedro se resista.
—Sé que me merezco su antipatía.
—Pos qué bueno, —asiente Pedro, ya sin la energía suficiente para enfrascarse en una discusión que no los llevará a ningún lado, lo mira con desdén y agita su brazo para que lo suelte— qué bueno, Don Jorge.
Y con eso da la vuelta hacia el otro lado de la mesa escapando a las manos del mayor, que lo observa irse sin volver a intentar frenarlo. Chiquito sentado junto a la puerta lo sigue al menor con la mirada y luego la regresa al frente como si estuviera decidiendo de qué lado ponerse, alzando las orejas y ladeando la cabeza ante ese resoplido que su dueño suelta.
Pero Pedro regresa a la cocina de sopetón, para preguntar bastante acalorado:
—¿Qué hizo con mi pistola?
Asiente hacia Don Jorge con altanería pero sin elevar el tono de su voz. No quiere alborotar al animal ni que Manuel escuche sus riñas, mucho menos que alguno de esos canallas contratados por De La Vega puedan oírlo desde afuera si es que andan rondando.