El día está tan caluroso que ni siquiera Chiquito lo acompaña en sus quehaceres del establo. Las maderas crujen, las aguilillas sobrevuelan la hacienda soltando esos chillidos agudos pero sin recibir a cambio ningún ladrido curioso. Pedro se encarga diligentemente de limpiar los corrales, reponer los fardos de heno y cambiar el agua de los bebederos, refrescando a los caballos a su paso.
Chiquito lo abandonó, y el patrón también.
Es un pensamiento por demás infantil pero que lo acompaña la jornada entera, desde que el sol asciende al azul intachable de un día veraniego hasta que empieza lentamente a bajar, aunque no por eso les da el calor tregua. La última vez que ve a Don Jorge, está despidiendo al veterinario en las puertas de la hacienda con su hija al lado.
Bueno.
Él tampoco andaría por aquí a estas horas si fuera el patrón. Ni mucho menos si fuera la señora de la casa. Estaría en su despacho, descansando, leyendo algún libro, tomándose su café.
Con extra azúcar.
—Qué a gusto se la pasan algunos...
Masculla eso apoyado sobre su rastrillo y observando al novillo que hoy tiene de visita, tirado a sus anchas junto a uno de los bebederos y soltando algún que otro mullido cuando Coco le camina demasiado cerca.
—Y qué tranquilos los tiene —responde una voz femenina, y Pedro se gira rápidamente para ver a la esposa de Don Jorge adentrarse al establo con dos vasos en la mano y una sonrisa amable. Se vuelve a girar a medias para abrocharse los botones de la camisa apresuradamente, por mantener un mínimo de decencia y respeto hacia la jefa, pero ella lo alcanza con una risa melódica:— no se preocupe, Pedro. Tenga.
Pedro suelta una risa más nerviosa que otra cosa y se abrocha los dos botones de en medio, luego le acepta el vaso refrescante de agua de jamaica.
—Muchas gracias, señora.
—A su salud.
La señorita Elisa levanta su propio vaso hacia él y esboza esa misma sonrisa que le achina los ojitos. Esos ojitos brillantes, gentiles y acogedores que Pedro no puede observar por mucho tiempo antes de girar la vista, sintiéndose extrañamente culpable por algo aunque Don Jorge le jurara y retejurara que ya están separados.
—Me comenta Jorge que ha hecho usted maravillas con mi Cleopatra.
—Ah, jijo, —sacude la cabeza Pedro— ¿la egipcia es suya?
—Es mía, —asiente Elisa, pasándole por al lado y dirigiéndose al último corral desde donde asoma el hocico la yegua— pero nunca la he podido montar, sabrá usted muy bien por qué.
—Sí, señorita, —Pedro le devuelve la risa, auténtica— ¡digo, señora! Perdone usté.
La mujer agita una mano en el aire restándole importancia y se acerca a Cleopatra con una mano extendida y aparentemente encantada de ser recibida sin ningún tipo de reacción hostil. La acaricia entre las orejas cuando la yegua hasta inclina la cabeza, y se gira a Pedro en silencio con una expresión como de chamaca emocionada pero sin musitar sonido, como si temiera arruinar el momento.
Y Pedro, aunque sin darse cuenta, se encuentra sonriendo de oreja a oreja ante la escena. La muchacha viéndolo a él como si fuera un hechicero y no un montero experimentado, soltando un suspiro de asombro cuando Cleopatra no hace más que quedarse quieta mientras ella la saluda.
—¡Si no lo veo no lo creo! —exclama Elisa, volviéndo a él casi que dando saltitos de emoción— ¡Pedro, es usted fantástico! ¡Un verdadero jinete, sin lugar a dudas!
Pedro inclina la cabeza hacia un costado, halagado.
—Favor que me hace, señora.
—¿Cree que la pueda montar?