Coquito corre como si los estuviera persiguiendo el mismísimo diablo. Retumba el suelo, sus cascos truenan fuerte. Ni han pasado los diez minutos cuando Pedro le jala las riendas con fuerza para detenerlo en frente de su rancho, y derrapa el caballo en el camino de arena con un relincho cansado, ciertamente poco acostumbrado a ese trato brusco de su jinete. Ni siquiera espera Pedro a que se detenga totalmente, sino salta de la montura y sale corriendo hasta adentrarse a la casa que está sospechosamente tranquila.
O es que en el trayecto aquí se imaginó él tantas cosas que no sabe con qué se va a encontrar. Y está tan agitado que la quietud de su hogar contrasta de sobremanera con sus turbios pensamientos. Casi se da un golpe al atravesar la puerta, se tropieza con un juguete de la Tusa y sus ojos casi desorbitados recorren la cocina con miedo, para encontrar a Violeta de pie frente a la cocina, guisando.
El escándalo que hace al entrar hace que la niña levante la cabeza confundida desde aquella esquina, donde está sentada con uno de los cobayos en la falda y el otro despatarrado a su lado engullendo hojas de zanahoria.
—Ora, ¿qué traes? —le dice Violeta, sin reparar totalmente en su expresión de pánico y apenas volteando la vista a él— ¿quién te corre?
Pedro se adentra a la casa quitándose el sombrero, tan o más agitado que su propio caballo por la adrenalina que le recorre las venas, y vuelve a supervisar cada rincón con sus ojos, nervioso, esperando encontrarse a su antiguo patrón en una esquina oscura sonriendo como un fantasma vengativo.
Se gira hacia la puerta y comprueba que no hay afuera ningún otro caballo atado o suelto ni ningún automóvil, que en su estupor por comprobar el bienestar de su hermana no está seguro de haber chequeado bien los alrededores, y ya es más noche que día.
—¿Y Rosita? —suelta Pedro con un respingo agitado, acercándose a Violeta para hablarle en voz baja, sin querer alarmarla innecesariamente.
Su hermana no se gira del fuego al responder.
—La invitaron a la lotería.
—¿En el pueblo?
—Pos claro, —responde Violeta, distraída— ¿onde más?
Pedro agita la cabeza, sintiéndose mareado. Parpadea y manotea una silla, desplomándose en ella, recobrando su aliento o más bien tratando de.
Tampoco quiere que su madrina se cruce con ese imbécil si lo puede evitar, que ya bastantes dolores de cabeza le provocaron a la pobre mujer cuando la tuvieron de criada.
Tanto tiempo parece haber pasado de aquellos malos tratos...
O es que tanto se ha acostumbrado a la presencia de una persona cabal como lo es Don Jorge, que con su simple personalidad ha hecho que se sientan un par de meses como años.
Se pasa el dorso de la mano por la frente sudorosa y cuando vuelve la mirada a la Tusa y ve que la niña lo observa con esa carita de inocencia, extrañamente silenciosa, le dedica una sonrisa para no asustarla, pues claramente ha quedado inquieta por su entrada tan precipitada.
—¿Qué hace, mijita? —le pregunta, sin poder regularizar aún su respiración, por romper la tensión que hasta la niña ha sentido.
Si Violeta no está enterada de las circunstancias, no está seguro de querer decirle nada. ¿Para qué amargarle la existencia? ¿Provocarle a ella también una noche de insomnio?
La Tusa lo mira con la boca medio abierta, sujetando a Marco con una manita, y baja la mirada al otro bichito que ahora le está mordisqueando el pantalón, sin responder.
Pedro traga saliva y siente su garganta repentinamente seca.
Y cuando empezaba a calmarse el latido desbocado de su corazón, vuelve a pasear la mirada lenta por el living-comedor, y a ver el kit de excavación metálico con sus piezas desperdigadas por el suelo, los juguetes de su sobrina desparramados por el piso, extrañeza pues a la hora de la cena todo está siempre bien acomodado y Violeta siempre ha sido muy quisquillosa con su rutina.