Esta noche Don Jorge se sienta en la cabecera de la mesa y Pedro a su costado.
Su patrón insiste en que no es necesario que lo sirva pero Pedro le llena el plato con cuatro tacos y el vaso con jugo extra azucarado y Jorge lo mira muy sonriente mientras come.
Lo hace sentir a Pedro un poco tímido, y en ese silencio que se instala porque Don Jorge claramente está luchando contra el sueño, empieza a hablar de lo primero que se le ocurre nomás por entretenerlo y evitar que continúe bostezando compulsivamente.
—Y eso de la hipogle... hipoglecemia...
—Hipoglucemia —lo corrige Jorge, limpiándose la boca con una servilleta y con expresión divertida.
—Eso, —asiente Pedro— ¿le viene muy seguido? —se inclina hacia el vaso medio vacío de Jorge y se lo vuelve a rellenar con el jugo de uva que Rosita siempre tiene preparado en la heladera y al que él agrego tres cucharadas extras de azúcar moreno— quedó bien dulce, ¿a poco no?
Jorge se recuesta en la silla y lo mira con demasiado afecto y Pedro desvía su mirada devuelta al vaso porque siente las mejillas calientes.
—Muy, mucho, —sonríe Jorge, notando la actitud tan nerviosa del menor— gracias, Pedro.
Su montero sonríe, asiente y le devuelve el vaso lleno.
—Ándele, pues. No quiero que se me vaya a desmayar de adeveras.
Jorge sacude la cabeza.
—Que no se preocuuupe, le digo que no es nada, nomás un poquito de mareo, —Jorge sacude una mano en el aire para restarle importancia— tuve un día muy largo.
—Bueno pero usté es doctor. Si el doctor que es doctor se enferma, ¿quién atiende a los otros enfermos? Ándele, —y como Jorge no vuelve a levantar el vaso, Pedro lo toma de la mesa y se lo da— un traguito más. Nomás tantito.
Jorge hace una mueca y se pone una mano en el estómago.
—Ya no me entra.
—Pos haga espacio.
—Pero ya se me pasó, Pedro —insiste Jorge con una risa.
—Bueno pero nomás por estar seguros... —Pedro le vuelve a acercar al rostro el vaso con jugo de uva y Jorge suelta un suspiro y lo acepta finalmente.
—Nomás un trago, eh.
—Bueeeeno, hasta la mitad —responde Pedro con aire autoritario, viéndolo con ojos de halcón, lo hace sentir a Jorge como un escuincle que no quiere comer sus verduras. Insistente como lo es él con los chamacos que se rehúsan a tomar aquél jarabe amargo para la tos en su consultorio.
—Y si me lo tomo todo, ¿qué me gano?
Pedro se recuesta devuelta en su propia silla, aclarándose la garganta cuando su patrón se inclina hacia él con ese aire burlón.
Vaya que su actitud ha dado un giro de ciento ochenta grados, piensa Jorge tratando de aguantarse la risa. El Pedro de hace dos semanas se hubiera puesto así de colorado, sí, pero en vez de desviar la mirada y decidir limpiar la mesa le hubiera soltado algún insulto y se hubiera largado de allí, golpeando la puerta a su paso.
—Ya quiere usted que lo ande besando a cada rato, patrón, —masculla Pedro, juntando los platos sucios en sus manos y poniéndose de pie— ni su perro es tan latoso.
—¡¿Cómo que "latoso"?!
Chiquito, que está acostado encima del sofá, levanta la cabeza al escuchar su nombre, con sus orejas alzadas se los queda viendo pero no se mueve de allí.