Es otro de esos días nublados a más no poder, bastante oscuros ya temprano en la tarde a pesar de ser pleno verano.
Le recuerda a Pedro a una ocasión no muy lejana en el pasado, allí en la entrada del establo donde tuvo que frenar a su patrón antes de que le clavara el zapato encima a aquella serpiente y ahí en ese otro lugar junto al grifo de agua donde se desmayó con Don Jorge al lado.
Fueron días nublados como este.
Pero este, hoy, es diferente.
Hoy es viernes.
Estarán esos nubarrones amenazando con descargar otro aguacero como aquél sobre la hacienda pero ni siquiera los graves truenos le quitan a Pedro esa sonrisa tonta de la cara.
Y él será el primero en admitir que es una sonrisa tonta.
Cleopatra lo ve venir y da un par de pasos atrás dentro del corral, como si entendiera a la perfección sus intenciones.
—Ahhh no, nada de eso, —le dice Pedro con tono de reprimenda— tienes que acostumbrarte, ¡¿por qué tanto alboroto, mujer?! Si nomás son dos o tres relampaguitos... Mira. Hasta Chiquito allí anda...
Pedro la jala de las riendas con dirección a la entrada del establo, en donde Chiquito está tirado a sus anchas, con la lengua de afuera y otro palo nuevo y más robusto entre sus patas. De dónde los saca, Pedro no tiene idea.
—¿Veeees?
Cleopatra suelta un relincho desinteresado y se queda parada en donde Pedro la deja, atada pero calma.
—Muy bien. Así me gusta. Tú quietita, aquí bajo techo nos quedamos pa que no me andes dando patadas... Vamos a ver...
Pedro manotea el cepillo de aquella cesta y hace una mueca, tiene Cleopatra el cabello lleno de heno y tierra como si se hubiera revolcado, encrespado por la humedad del aire.
—¡Híjole, mira nada más la mugre que traes! —le pasa el cepillo con fuerza por la cabellera café que le cae a un lado— ¿no que muy acá, eh? ¿No que muy fina?
Pedro sacude la cabeza y le envía una sonrisa al ovejero alemán que tiene al lado como todos los días, pues Chiquito se le pega a él como sabia de árbol cuando Don Jorge no está. Ya se acostumbró a que lo acompañe, tanto como Chiquito se acostumbró a que él lo consienta a cada rato.
—Oyeme, alemancito, —empieza Pedro, mete el cepillo de Cleopatra dentro del balde con agua y se le vuelve a acercar— ¿tú te sabes la historia de Siete Leguas?
El perro cesa sus mordiscos y levanta la cabeza a la mención de su nombre, suelta un ladrido apagado sin abrir la boca, como si no tuviera ganas de responder.
—¿No? ¿Se la enseñamos? ¿Qué dice mi egipcia hermosa?
Un trueno retumba a lo lejos, desganado, y Pedro se apoya sobre el cuello de la yegua y le pasa una mano por la cabeza con cariño.
—¿Sí se la cantamos? Mira, Chiquito, es así: —se aclara la garganta— Siete Leguas el caballo, que Villa más estimaaaaaba... Cuando oía pitar los treeeeneeees, ¡se paraba y relinchaba!
Da un paso atrás y hace un ademán cortés hacia la yegua, que no reacciona con ningún relincho, y entonces Pedro continúa:
—¿No? —se encoge de hombros y le vuelve a pasar el cepillo por el cabello enredado— Siete Leguaaaas el caballo, que Villa más estimaaaaba... En la estación de Irapuato cantaban Los Horizonteeees...