PARTE 8

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Jorge espera a llegar a esa intersección en la carretera para prenderse un cigarrillo. Espera que la pista quede libre para avanzar y arroja el encendedor al asiento vacío del copiloto. Allí donde están esos bollos que Doña Rosa le envolvió porque ¿se va a ir sin comer nada, patrón? Ay no, es un viaje largo pa conducir con el estómago vacío. Pérese ahí, espérese.

Suelta una risa al acordarse de la escena. Doña Rosa con las manos enharinadas y esos tacos bajos resonando con velocidad mientras abría alacenas y a Pedro...

A Pedro que le dirigió no más que un seco "buenos días" al pasar junto a él. El color le había regresado a las mejillas y su voz ronca había desaparecido también. Jorge había contenido las ganas de indagar sobre su bienestar porque su montero claramente se había levantado hoy con el pie izquierdo.

Bueno. Más que de costumbre.

Lo vio salir por el costado de la casa mientras esperaba por ese refrigerio que Doña Rosa le estaba preparando pero no lo volvió a encontrar.

Jorge se sentó frente al volante con un suspiro y espero allí por un minuto entero, ¿a qué? Todavía no lo sabe. Pedro se había largado al campo con Cleopatra y no iba a regresar, pero su patrón observó la vista reflejada en su espejo retrovisor con melancolía, sin acabar de entender el por qué de muchas cosas.

Pero Pedro no había querido responderle. No había querido aclarar el asunto del libro de cuentas aunque claramente se tratara de algo que lo involucra directamente.

Jorge baja la ventanilla a su costado y arroja el cigarrillo a medio consumir fuera. Manotea uno de esos bollos preparados por Doña Rosa y le da un mordisco.

No cree merecer tanta antipatía. ¿Qué no ha hecho más que ver por él desde que llegó a la hacienda? ¿Ayudarlo? ¿No piensa Pedro que esas atenciones podían ser devueltas nada más con decirle de dónde habían salido esos quince pesos?

El libro de cuentas tiene que estar en perfecto estado. No puede haber incongruencias a la hora de hacer negocios. No debería haberlas, no debería él hacerse cargo de la poca prolijidad del propietario anterior o quien fuera que se encargara de llevar sus apuntes.

A Jorge no le molesta tener que haber conducido casi tres horas hasta aquí solamente para reunirse con Armando De La Vega. Le molesta que Pedro tenga tan poca confianza en él, cuando ha hecho tanto por intentar ganársela.

El ruido de la ciudad casi que lo toma desprevenido. Los camiones, las rotondas repletas de automóviles, el humo, los vendedores en las calles. Parece que se acostumbró a la quietud del campo. Que estas dos semanas pasadas le quitaron un poco lo citadino.

Suelta una risa y aparca el coche. Quién lo viera.

Se pone el libro de ingresos bajo el brazo y se adentra al hall del edificio. El guardia de seguridad lo observa con desgana cuando Jorge lo saluda con una sonrisa.

La muchacha de recepción remedia los malos modales de su colega al instante, con su uniforme rojo, sus uñas rojas, su labial rojo y su sonrisa resplandeciente.

—Buenos días, dígame en que puedo ayudarlo.

—Buenos días, señorita, —Jorge se levanta el sombrero por un momento para saludarla— tengo una cita con el señor De La Vega.

La muchacha se acomoda los lentes sobre la nariz y manotea una agenda a su costado.

—Sea tan amable de decirme su nombre.

Jorge sabe que no está en esa lista, pero se lo da igual. La mujer frunce el ceño, pasa la hoja hacia adelante, pasa la hoja hacia atrás y sacude la cabeza.

Besos Brujos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora