Pedro regresa a su casa a galope ya cuando Violeta se ha marchado con la Tucita a eso de las nueve de la mañana. Aprovecha el momento y la soledad para empinarse una botella de lo primero que encuentra en la alacena, porque en el paladar todavía siente el gusto a caramelo y cafeína.
No puede dejar de moverse de aquí para allá, el dolor en el tobillo se ha vuelto un problema secundario y apenas lo siente porque el corazón todavía le retumba dentro de las costillas, ¡¿a quién se le ocurre?! Pelado maleducado, ¡¿quién le da el derecho?! ¡¿Cómo se atrevió?!
—¡¿Pues de qué me vio cara, de vieja fácil?! —exclama, y se toma otro trago de mezcal.
Ya nomás siente el ardor en la garganta. Ya no el sabor a golosina de naranja ni a café mañanero.
—"¿Gusta un cafecito...?" ¡Al diablo con su cafecito! ¡Baboso!
Y lo peor es que no se lo puede decir en la cara. A los ojos. En la mera geta.
Se lo debería haber dicho y le debería haber aventado un buen madrazo. A ver si así aprende a no andar besuqueando a la gente cuando se le da la condenada gana.
Menudo patroncito que les ha tocado esta vez...
⌘ ⌘ ⌘
La semana inicia tormentosa. Pedro se dirige a la hacienda con un humor de perros — no se ha podido despegar de él desde que regresó de allí hace dos días. Desde que a Jorge se le ocurrió plantarle un beso bien plantado, porque piensa que se puede salir con la suya nomás porque es patrón, seguramente sigue allí sentadito en su escritorio, a estas horas tempranas con su desayuno y sus papeles y regocijándose en el hecho de que Pedro no supo cómo responder.
O más bien no se atrevió a.
Porque si se hubiera atrevido a responderle no estaría montado sobre su caballo con dirección al potrero sino con dirección al pueblo, a preguntarle a los amigos por alguna vacante en algún otra hacienda o rancho, porque si se hubiera atrevido a responderle Don Jorge tendría moretones alrededor de esos ojitos bieeen pero bien bonitos.
(Los moretones, no los ojitos.)
—Ahhh, pero no se crea que esto va a quedar así... —masculla Pedro, aunque ya sabe y se ha convencido de que sí, lo más probable es que aquello sí quede así. Pero nomás deje se le ocurra volver a hacerlo... Y no me importa si es el patrón o el presidente de México y le juro por Diosito que lo tumbo de un golpe.
Le aliviana la montura a Cleopatra. Ya se dio cuenta que a la yegua no le gusta tener mucho peso encima. Y también que es igual de desgraciada que su dueño. Pos de tal palo tal astilla, ¿no?
Cleopatra relincha cuando Pedro le jala las riendas suavemente para traerla consigo. Si hasta está tentado a dejarla ahí dentro, descansando, comiendo heno, prometerle luego a Jorge que su querido espécimen ha aprendido a andar de las mil maravillas, mansa, que su tranquilidad se iguala a la de un potrillo, nomás para que se le suba arriba confianzudo y lo aviente como lo hizo con él.
Porque se lo merece.
—Se cree muy acá, ¿no? Pues a ver como le hace contigo. ¿O solo lo pateas a uno porque no anda de traje y corbata? ¿Eh?
—¿Sigue de testaruda, la niña?
Pedro levanta la mirada y se encuentra con Joselito trepado al vallado, observándolo monologar divertido, con una rama en la mano y el pastor alemán del patrón sentado a sus pies.
—Ya se le va a quitaaar, Joselito, vas a ver. Nomás se canse.
—Si usté lo dice...
Pedro asiente hacia el perro, que observa al chamaco expectante del juguete improvisado, esperando que lo vuelva a arrojar para correr detrás de él.