La sopa es sorbida en silencio.
Bueno.
En relativo silencio, si no cuentan el sonido de la lluvia golpeando fuerte contra las ventanas, el viento agresivo que envuelve la casa y los chillidos de Chiquito cada vez que se escucha un trueno.
Pedro alterna su mirada de su tazón al perro tirado no muy lejos, del perro a su madrina sentada frente a él e ignorando el ambiente claramente tenso e incómodo que se ha formado, porque Jorge está en la cabecera de la mesa y no deja de levantar la mirada de su libro cada treinta segundos para comprobar (aparentemente) que Pedro no se ha caído de la silla.
Otro trueno hace retumbar la casa y Joselito, que está sentado en el sofá, no tarda en ponerse a acariciar a su querido pastor alemán.
—Ahh, este Chiquito. ¿Qué no ve que nomás es agua? —le dice el chamaco con voz melosa.
Pedro comete el error de levantar la mirada y ver que Jorge lo está observando sonriente otra vez desde su silla en el lado opuesto.
Chiquito...
Le dan ganas de aventarle el tazón de sopa vacío en la mera geta.
—Shhh, ¿pos por qué chilla? —Joselito se encoge de hombros y baja a la alfombra para darle un ruidoso beso sobre la cabeza al perro, que apenas reacciona— ¡si está aquí dentro conmigo! Y el tío José no va a dejar que le pase nada, eh.
—No me lo malacostumbre, Joselito... —le dice Jorge, observando encantado la escena— que después me pide besos a mí cuando no lo tenga a usted.
El chamaco suelta una risa y Rosa baja sus agujas de tejer para observar por encima de sus lentes como Joselito le acaricia las orejas al animal.
—Que se me hace que aunque no se los pida usté se los da igual... —responde Pedro sin poder contenerse, balbuceando entre dientes, y le envía una mirada asesina a su patrón, de esas a las que Jorge ya se ha de haber acostumbrado. Tanto como Pedro se ha acostumbrado a sus sonrisitas de ganador de lotería.
Jorge vuelve su atención a él.
—Ah, pero aunque se quede así quietito yo sé que sí le gustan —su patrón asiente hacia el perro sin despegar sus ojos de Pedro, que siente cómo el hervor de la sopa se le sube a la cabeza.
—¿Cómo está tan seguro, oiga? Mire si un día de estos se pone malo y lo muerde... Yo que usté no me arriesgaba.
—El que no arriesga no gana, mi amigo.
—¿A poco el pobre animalito es trofeo? ¿Pos qué culpa tiene él de que a usted se le antoje andarlo besando?
—¿Y qué culpa tengo yo de que sea tan lindo? —le responde Jorge, y si Pedro hubiera estado tragando algo se hubiera atragantado.
Pero como no estaba, nomás se levanta de la silla yyy... si las miradas mataran Jorge ya estaría veinte metros bajo tierra.
Rosa se aclara la garganta, alternando la vista entre los dos como si se estuvieran cantando coplas, y Pedro se aguanta las ganas de dejarle saber a Jorge su opinión.
—Pos yo creo que sí le gustan, —interrumpe Joselito de repente, acariciando a Chiquito en el lomo.
—¡Claro que no! —exclama Pedro volteándolo a ver, olvidando completamente el contexto original de la conversación y sobresaltando al pobre escuincle, que lo mira sin entender.
—No pos... es que... —tartamudea Joselito— nomas está nervioso, Perico... Nomás no le gustan los truenos, ¡si es retecariñoso!
—Ah... sí, claro, —Pedro forza una sonrisa— los truenos.