Jorge mantiene las manos al volante, ignora las cuantísimas miraditas no-tan-de-soslayo que Antonio le envía desde el costado, desde el asiento del copiloto, las sonrisas que de vez en cuando le dirige en tanto no está portando esa expresión de incertidumbre y nervios que parece aparecer con más y más ganas en sus facciones conforme el trayecto hacia el pueblo se acorta.Misma expresión que el mismo Jorge no puede contener, ante las desdichadas circunstancias que los han traído al campo en un día como hoy a mitad de semana. Con la excusa de una emergencia familiar pudo escaparse de su trabajo y apenas marcaron las cinco y cuarto lo tuvo a Toño golpeando a su puerta.
Chiquito está sentado en el asiento de atrás, con media cabeza fuera de la ventanilla y jadeando muy a gusto ajeno al tumulto de emociones que se desenvuelve en sus mentes. De vez en cuando Antonio le pasa un par de golosinas de fresa que el pastor alemán engulle con gusto, chupeteándole la mano como si no hubiera comido en semanas.
—Oye, cómo está de frío el campo... —comenta Toño, distraído y pasándose las manos por los brazos para generar calor, girando la vista al vasto verde al otro lado de la ventanilla.
—Porque me lo malcrías, —le responde Jorge, cortante, medianamente enfadado con su mejor amigo por haberlo atravesado con aquella mirada amenazante y altamente juiciosa, cuando con aquellos ojos verdes y casi vengativos lo condenó y en silencio prácticamente lo obligó a venir cuando pasó por Chiquito al apartamento— ya ciérrale la ventanilla, nos vamos a helar.
—Déjalo disfrutar, Jorgito. Todo un mes encerrado en esas cuatro paredes nomás porque...
—¡¿Porque qué?! —exclama Jorge, interrumpiéndolo con la mandíbula tensa, y Antonio se recuesta sobre su asiento sacudiendo la cabeza instantáneamente.
—No, nada, —responde, trompudo y encogiéndose de hombros, burlón, y luego añade en voz baja:— ...por coyón.
—¡Cierre el hocico!
—Chiquito, te hablan.
Jorge gira la cabeza esta vez para enviarle al abogado una mirada gélida y Antonio le sonríe mostrándole los dientes:
—Pues yo no tengo hocico, fíjate.
—Ya cállate, —sacude la cabeza el mayor— no me dejas pensar.
—¿Qué tienes que pensar? Llegas, te bajas, te arrodillas y le dices que eres un idiota. Me parece buen plan, ¿tú qué dices, Chiquito? —Toño se gira para preguntarle al perro, que está con la lengua de afuera muy feliz sintiendo el viento que lo azota en la cara, y luego se endereza para asentir en dirección a Jorge— dice que está de acuerdo.
Jorge suelta un suspiro y se muerde el labio, prefiriendo no seguirle el juego.
Toño solo le está tomando el pelo.
Simplemente le da conversación, porque ninguno de los dos quiere fundirse en ese silencio copado solamente por el rugido del motor y ahora los animales del campo, el mecerse de los árboles y jinetes y transeúntes cuando ingresan al pueblo. No saben con qué se van a encontrar, ni cuál ha sido exactamente el desenlace de los hechos que, primeramente, ni siquiera están seguros de saber con detalle por medio de una carta elaborada por un funcionario del juzgado.
Casi que se le revuelve a Jorge el estómago cuando nota que el pasar de su automóvil voltea cabezas.
Que más de un par de ojos lo atraviesan desde la acera, reconociéndolo, increpándolo.
Antonio se aclara la garganta nervioso cuando lo nota, también, y se desabrocha el cinturón cuando Jorge aminora la marcha porque al llegar al camino de arenilla que los dirige al campo, dos oficiales se giran para ver el coche llegar.