Es demasiado apabullante el silencio en la noche de hoy. Sin Rosita en la cocina preparando aquél o este ingrediente para el desayuno del día siguiente, la casa parece apagada. Sin los caballos en los establos soltando sus esporádicos relinchos.
Sin Pedro alrededor.
—¿Así o más?
Jorge parpadea y levanta la cabeza, la vista que tenía clavada en Chiquito a sus pies, como si la quietud del lugar también le quitara al animalito la energía. Antonio está inclinado sobre la mesa, con una cucharita en el aire y un bote de azúcar junto a las dos tazas de café.
—¿Mmm? —balbucea el mayor, y Toño le responde con un sacudón de cabeza y viene hasta el sofá con las dos tazas.
—Ya quita esa cara, hombre.
—Gracias... —Jorge toma un sorbo del café endulzado y se vuelve a recostar sobre el sofá, pensativo.
—¿No te dio Don Joaquín su palabra? Pedro está bieeen, —Antonio se deja caer junto a él, cruzando una pierna sobre la otra demasiado despreocupado— y tiene razón, Jorgito. Es mejor mantenerse al margen hasta que las aguas se calmen. Ya oíste lo que dijo el oficial: complicidad y encubrimiento.
Jorge chista la lengua, enfadado.
—¿En qué quedamos pues? —se gira al menor, descargando en él su malhumor— ¡¿no dijimos que los cargos son falsos?!
—Bueno, —balbucea Toño— pues, sí, pero...
—¡¿Cuál encubrimiento?! ¡No es un criminal!
—Pero De La Vega ti—
—¡Ese infeliz! ¡Ni me lo nombres! —suelta Jorge, rechinando los dientes, sosteniendo la taza de café con tanta fuerza que los nudillos se le vuelven blancos. Gira la vista de regreso al frente, como carburando algún macabro plan, y Antonio decide morderse la lengua para no continuar siendo blanco de su exasperación.
Toma un sorbo de su café y deja que Jorge atraviese otro de esos episodios coléricos que lo han estado abrumando desde que regresaron de la Hacienda del norte hace un par de horas.
Regresaron con el panorama bastante aclarado, eso sí, pero no por ello menos complicado. Si acaso se han vuelto las cosas un tanto más enredadas: Pedro escondido en algún lugar cercano porque esos matones a sueldo vigilan el predio como hienas hambrientas, oficiales de policía que reciben órdenes desde arriba y que seguramente también engrandecen sus bolsillos con algunos pesos extra. Injusticias si las hay, y ni qué decir de la pobre muchacha y la chiquilla, que no son nada más que víctimas en todo este revoltijo...
Toño se baja su último trago de café y se levanta de allí, mimando a Chiquito entre las orejas cuando el perro levanta la cabeza hacia la ventana a la que él se aproxima segundos después.
Hace la cortina a un lado y ve claramente en el camino de tierra que atraviesa el campo, a uno de esos canallas apoyado sobre la barda y fumándose un cigarro.
No se ha movido de allí desde que Jorge y él aparcaron el carro a su retorno.
Chiquito suelta un gruñido desde su lugar, como si desde aquí adentro pudiera olfatear su maldad, y Antonio se carcajea.
—No se puede, peludito. Trae pistola.
Jorge gira la cabeza a la ventana pero no parece reaccionar ante ese comentario tampoco. Han mantenido al perro puertas adentro desde que descendieron de la camioneta cuando casi que se le abalanzó al jinete que los había seguido el camino de vuelta, como una escolta. Le gruñó primero, luego le ladró, y antes de que se pudiera aventurar a intentar morderle las botas en la montura, Jorge lo tuvo que retener a su lado, aunque no quisiera.