Tal como está acostumbrado, Pedro despierta alrededor de las seis y no puede ya volver a dormirse.
Despierta no con el cantar de los pájaros ni de las chicharras ni con el sonido del viento meciendo los árboles, ninguno de los sonidos cotidianos que acompañan el amanecer en el campo se escucha aquí.
A lo lejos algunas bocinas de automóviles. Ruido apagado a tránsito mañanero muy esporádico.
En la mesita junto a la cama el tic-tac de un pequeño reloj de madera.
Y cerquita, bien cerquita, detrás de él, la respiración de Don Jorge contra su cuello. Relajada y rítmica. Tibia.
Pedro baja la mirada a la mano izquierda de Jorge que se mantiene fija sobre su estómago, abrazándolo desde atrás mientras los dedos de su mano derecha aún los siente enredados en sus cabellos.
Jorge está pegado a él y aún profundamente dormido.
Muere Pedro de ganas de girarse y verle el rostro aunque eso signifique despertarlo. Él no va a poder conciliar el sueño nuevamente, no podría aunque quisiera. Tiene la rutina del rancho automatizada, levantarse con el sol y acostarse tempranito.
Excepto cuando... bueno.
Excepto cuando Don Jorge le hace compañía.
Observa la habitación a su alrededor por un par de minutos más, el empapelado, los muebles brillosos, sus propias piernas enredadas con las de su patrón más largas, más masculinas, sus brazos cubiertos de cabellos que lo apresan en ese abrazo tierno. Suelta un suspiro tranquilo y se da la vuelta despacio, despertando al mayor en el intento.
Don Jorge frunce el ceño aún con los ojos cerrados y luego los abre mientras se acomoda a la nueva posición de Pedro, que le sonríe pero no se atreve a interrumpir la calma con un saludo.
No quiere robarle a Don Jorge una hora extra de sueño que seguramente necesita y que seguramente le va a escasear en la semana entrante si su rutina en el hospital es igual de extenuante que la anterior.
Pero el mayor lo nota demasiado despierto y se refriega los ojos para acompañarlo.
—Hola —susurra Jorge con voz ronca y una sonrisa melosa que le contagia a Pedro al instante.
—Quiubo...
—¿Cómo durmió?
La mano de Jorge regresa a la cintura de Pedro y sujeta las finas sábanas que lo tapan para subirlas hasta arroparlo, luego la apoya sobre la tela y a la altura de sus costillas roza repetitivamente su piel con el pulgar.
—Muy bien, —responde Pedro, atreviéndose a llevar su propia mano derecha a los cabellos casi ondulados de Don Jorge— muy cómodo... ¿y usted?
Jorge sonríe y muy calmado deja que Pedro le acomode los mechones de cabello detrás de la oreja.
—¿Yo? —repite— nunca mejor, teniéndolo a usted aquí.
Pedro baja la mirada hacia el hueco entre los dos, sintiendo cosquilleos allí donde Jorge lo acaricia y las mejillas calientes, pues parece que no es capaz de acostumbrarse al coqueteo de su patrón por más que lo intente.
Está desacostumbrado a este tipo de atenciones y además Don Jorge se las ha concedido casi que desde el primer día y sin pedirle permiso.
Sin permiso como aquél primer beso.
—Teniéndolo... —añade Jorge, tentativo— a ti.
Pedro vuelve a levantar la mirada un tanto sorprendido. Jorge suelta la oración como si fuera una pregunta, claramente testeando el terreno y esperando por su reacción.