Capítulo XVII

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No fue una recuperación milagrosa. Estuve cinco meses deshecha por la muerte repentina de mis progenitores, pero no podía permanecer así por más tiempo.
Fue a causa de él, de su forma de cuidarme y toda aquella infinita paciencia que me tuvo; por las noches veló sin descanso mi sueño y durante el día atendió cada uno de mi requerimientos. Edward fue mi ancla, a decir verdad, él fue el barco entero. Yo solo me hacía cargo de las velas removidas por una fuerza externa incesante y dañina, mi cuerpo, que había resquebrajado con ansia tantas partes que ahora mismo que costaba saber cuánto de mi persona podría curarse del todo. Era las velas, sucias, manchadas y hechas hilos en tantísimas partes que creía en soledad imposible poder volver a servir de algo.
Sin embargo Edward jamás se rendía conmigo, me cuidaba tanto que no podía dejarme vencer por el dolor y pude, lentamente y con esfuerzo, volver a tomar consciencia de mi existencia.
Regresé, entretejiendo los hilos a base de guardar los recuerdos, limpiando las manchas de suciedad con los momentos junto a Edward. Cada parte deshecha era sustituida por una sonrisa suya, por un abrazo, por las infinitas muestras de afecto que supo regalarme, cada parte rota fue llenada con su amor.
No era un amor extraño, en verdad ese tipo de asuntos habían quedado relegados a un plano muy lejano y difuso.
Quiero decir que ya no era la madura chica de quince años que ansiaba ser fuerte para sobrellevar en silencio su enfermedad, sino que ahora solo era la chica de quince años. Edward me cuidaba tan bien que no necesitaba comportarme como una persona adulta.
Se sentía agradable ser una niña normal a su lado, con los juegos, las comidas favoritas, las tardes en la playa, vestidos infantiles y perfumes de lavanda. No existían raras atracciones hacia su aroma dulce ni siquiera palabras atoradas en la garganta por su arrebatador físico, solo éramos él y yo. Sin complicaciones ni paranoias por mi parte.

La noche cayó sobre nosotros, así que Edward recogió los utensilios del picnic y me tomó en su espalda para llevarme a la casa. Le besé el cuello a medida que caminábamos hacia allí, o bueno, él caminaba. Yo simplemente me limitaba a mirar.
Había tomado la mala costumbre de situarme en su espalda a menudo, en verdad casi siempre, para que me recogiese y transportase como un saco. A él no le molestaba, me refiero a que es super fuerte, así que mi liviano peso no lo sentía apenas.
Me situó enfrente del baño, donde procedí a ducharme un poco para quitarme la sal del pelo. Limpié bien aquel cuarto después y acomodé mi habitación una vez estuve limpia mientras Edward preparaba mi cena.
Una cosa era que me gustase ser dependiente de mi protector y otra muy distinta es que continuase aceptando que me duchase. Es decir, podía hacerlo yo sola y, mientras, Edward se encargaba de hacerme la comida.
Situada frente al espejo, noté que mi piel estaba ligeramente bronceada y brillaba de una forma particular ahora que ya no llevaba aceite. Sorprendida, me vi mostrando tenuemente ese brillo perla que solo mi...
Me atraganté con mi propia saliva. Decidí alejarme del espejo y peinarme en silencio para evitar la tentación de rememorar un rostro que extrañaba tanto.
Los recuerdon tienden a resultar más peligrosos que las mismas heridas vacías de mi corazón, pues encandilan mi mente, haciéndome vulnerable y desuniendo los hilos que había logrado juntar hasta ahora.
Recogí la bolsa de basura de mi baño, pero entonces, al agacharme sentí un dolor agudo en el estómago. Horrorizada, me dejé caer contra el suelo, teniendo a Edward a mi lado apenas un segundo después.
Le miré desconcertada y señalé mi estómago. Este mismo me miró confundido, pero luego un mueca incómoda recorrió sus finos labios.
- Creo que comprenderás cuando...ocurra.
Le miré sin saber si estaba divertido con esto de que me doliese el estómago así de fuerte o es que de verdad no sabía cómo decirme. Me levanté del suelo, situándome enfrente suya y pidiéndole que me cargase con los brazos en alto.
Una vez el la cocina, Edward pidió a través del móvil cosas por internet a la tienda que nos suministraba los alimentos. Fui a echar una ojeada a la nevera y vi que aún teníamos un montón de comida.
- La fruta se ha terminado, así como existen ciertas cosas que necesitaremos pronto. En realidad, tú las necesitarás, pequeña.
Sentí el instinto de abrir la boca y preguntarle, pero no deseaba hablar. Aún era un poco apremiante escuchar mi voz después del infierno al que me sometió mi cuerpo parloteando con la misma en mi mente.
Esa noche Edward no durmió conmigo, sino que se mantuvo tocando el piano en el salón mientras yo repasaba en mi cabeza si había hecho algo mal como para que no quisiese acunarme.
A la mañana siguiente lo comprendí, no sin cierto pudor y malestar. La tripa me hizo pasar por un torbellino de dolor que a ratos me provocó incluso gemir durante la noche. Edward vino a la puerta cuando comencé a llorar como una infante. Dijo que estuviese tranquila, que era algo normal.
¿No era él médico? ¿Por qué no me daba pastillas? Tenía miles guardadas en el estante de su despacho, casi una farmacia entera porque tenía un miedo atroz a que me ocurriese algo. Incluso guardaba el set completo de médico, con la camilla, el pulsador cardíaco y las agujas esas que me pinchó la última vez.
Le miré extrañada y él se acercó a mí.
- No sé si quieres vivir esto conmigo, no deseo invadir tu intimidad.
¡Si me había visto desnuda al bañarme, por los cielos! No tenía nada que ocultarle a él.
A lo largo de la madrugada me sentí agradecida por que Edward no pudiese leerme la mente, porque realmente lo estaba maldiciendo con palabras muy feas allí. En cambio, con la llegada del amanecer no pude sino sentirme agradecida por el espacio que me prestó. Había manchado la cama con sangre de mi primera menstruación.
Me asqueé por aquello y sentí apremio porque el fino olfato de Edward olía absolutamente todo. Esto resultaba tan vergonzo... Cogí las sábanas y las quité, sonriendo por no manchar el colchón, pero decidida a echarle lejía después.
Puse las sábanas claras en un bolsa de basura, viendo cómo Edward pululaba por la casa alejándose de mí.
El camión de la basura pasaría dentro de dos días así que estaba claro que debía lavar aquello, pues de tirarlo nada.
Metí las sábanas, así como mi ropa a la lavadora, con un buen chorro de lejía y detergente, dándome igual que el pijama fuese de color rosa, porque lo importante era quitar la cosa asquerosa esa.
Corrí luego a ducharme, sintiendo la mirada de Edward, algo divertida por cómo correteaba en dirección contrario a él. Menos mal que la casa era bien grande.
Esos días concurrieron con mis huidas, algo que me hizo replantearme qué tan bueno era esto de convivir con un hombre, o bueno, adolescente. Edward Cullen detuvo su vida a la edad de diecisiete años, pero su enorme altura y aquel aura de sabiduría y control que emanaba lo hacían parecer ciertamente más maduro. Me sorprendí cuando me lo contó, pero una parte de mi mente me hizo entender entonces cómo es que habíamos conectado de un forma tan obvia, y es que, en ocasiones, la edad ayuda. No es verdad que Edward fuese un chico normal de diecisiete años, pero era mejor así, al menos para mí, que un hombre grande y maduro de cuarenta. No quise imaginarme si tuviese cincuenta. No era por el físico exactamente, sino porque sería algo peculiar que mi mejor amigo tuviese aspecto viejuno.
Pensaba en este montón de tonterías cuando escuché el piano sonar en medio de la oscuridad. Edward no necesitaba la fuerte luz de las lámparas del techo, y yo estaba mirando la playa a la de una luna menguante, así que permanecíamos con todos los focos apagados en la casa. Removí mi cuerpo y me acomodé en el sofá, acariciando mis propios brazos. Era delicioso no tener ningún tipo de preocupación, ocupación o asunto. Edward Cullen me ofrecía eso, una niñez colmada de tranquilidad.

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