Capítulo I

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La luz acaba extinguiéndose.

Débiles rayos se filtraban por entre las cortinas rosáceas en aquel instante donde el sol huía del mundo. El cielo se tornaba azul oscuro y negro, las nubes perdían aquel impoluto tono, para que al final tan solo quedase la oscuridad.

La oscuridad nunca me había asustado. Me agradaban el silencio y el frío. Sobretodo, el frío.

— Alexandra.

Aquella voz aguda me cuestionó por qué motivo me encontraba desvelada. Lo siguiente que dicha persona hizo fue invitarme a salir para beber un vaso caliente de leche.

Ante mi falta de respuesta no le quedó otro remedio que abrir la puerta, dejando entrar la luz fuerte del pasillo hacia la habitación en penumbras.

Preguntó suavemente por qué razón no encendía los focos si pretendía continuar despierta hasta más tarde. Luego maldijo porque la habitación, a su gusto, estaba helada.

— Será mejor que cierres esa ventana, señorita. Podrías enfermarte.

Reí suavemente ante su advertencia. ¿Enfermar? Si yo ya estaba enferma.

— Cielo.

Ignoré su llamado y seguí viendo el aquel mismo oscuro. Me pareció graciosa la forma en que me nombraba "cielo" un par de veces más, con genuino afecto en su voz melodiosa.

Yo era un cielo, sí, pero no aquel limpio y claro que ella imaginaba, sino uno obscuro y sucio, donde las nubes grises se extendían borrando la brillante luz del sol.

Finalmente mi madre desistió en su idea de sacarme de la habitación y se marchó, dejándome sola.

Sola.

(...)

Odiaba mi habitación durante el día debido a que el sol volvía de una forma abrumadora, lanzando su venenosa luz contra mi piel.

Mamá volvió a llamar a la puerta, ante lo que solo alcancé a pedirle un tazón de leche fría para cuando acabase mi ducha matutina, la cual fue tomada a una velocidad supersónica, con la música de la radio sonando a todo volumen en mi móvil.

— Alexandra.

— Buenos días, mamá.

Su tensa expresión cambió al instante a una sonrisa incómoda. La miré confundida mientras tomaba una tostada y le aplicaba un poco de mermelada de melocotón. La pobre, al parecer, había pasado una mala noche.

— ¿Ocurre algo? —Toqueteé mi pelo y cara, buscando algún problema palpable en ellos.

— Te ves preciosa, cielo.

— ¡Qué dices! —gruñí mordisqueando la tostada y bebiendo un sorbo de leche.

Los piropos nunca me habían agradado demasiado. Bajo mi punto de vista, yo resultaba demasiado insignificante como para merecerlos.

La clase de Historia me fue interesante este día. El profesor Mc Gallen nos sugirió una serie de locas teorías sobre diversos acontecimientos, como la construcción de las pirámides egipcias. Según él y sus raros libros, era imposible que una cultura antigua, a pesar de ser tan avanzada como la egipcia, pudiese construir semejantes monumentos meramente a causa de un hombre.

Zachary, un compañero de clase, repuso que ellos, los egipcios, consideraban a su faraón un dios y no únicamente un hombre, y por ende, obrarían cualquier insignificante capricho suyo.

— ¿Y no os resulta fascinante que un solo hombre pueda engañar de tal forma a todo un pueblo?

— Eran un pueblo antiguo.

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