Epílogo.

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La vida dejó de tener verdadero sentido.

Mi vida al menos, porque la de los demás continuaba de una manera tan normal que su felicidad lograba perturbarme.

Siempre fui de carácter huraño, pero el odio que experimentaba hacia los demás se fue haciendo cada vez más grande, convirtiéndose en algo parecido a la repulsión. Cada persona que veía a mi alrededor me generaba únicamente asco, sus vocecillas débiles me provocaban dolores de cabeza insufribles, así como unas terribles ganas de tomar unos hilos y una aguja y coserles los labios para siempre. Oh, sí, me imaginaba sus muecas como las de los muñequitos de tela, con los labios cosidos, para que se quedasen mudos de una vez por todas.

No me atrevía a volver a casa, en su lugar continué viviendo en el campus de la universidad. Incluso cuando todo el mundo se marchaba por las fiestas de Navidad y Año Nuevo. Mis compañeras de piso me invitaban a sus estúpidas fiestas universitarias, pero ¿realmente podría soportar estar entre tanto ser patético?

Estaba sola. Tan sola que había olvidado cómo mantener una conversación normal y fluida con otros seres. A la hora de contestar a alguna pregunta, asentía con la cabeza como una autómata, e incluso era capaz de no contestar.

Mi mayor salida fue estudiar como una loca. Leía libros llenos de terminología que me costaba entender, para poder centrarme en ellos y acabar mentalmente agotada al final de día. Me aprendía las páginas de mis libros de texto de clase de memoria incluso antes de darlas en las mismas, así que mis notas mejoraron más de lo que nadie podría imaginarse.

Algunos profesores me preguntaban a veces si necesitaba un descanso, pero viendo mis resultados, ¿qué podían echarme en cara? Los exámenes eran excelentes, mi actitud en clase centrada, así como mis proyectos perfectos. Pero en cuanto tocaba elaborar algún estudio en grupos, prefería hacerlo por mi cuenta y explicarles a los demás qué aprenderse para el día de la presentación, rogando al cielo que no fuesen tan ineptos como para no entender las páginas que les escribía para el diálogo.

Aprendí a cocinar a razón de mi nuevo veto a los restaurantes. En ellos se generaba tanto ruido y escuchaba tanta palabrería inútil que permanecer una comida entera sentada en una mesa se volvió insoportable.

Habían muchas cosas que cambiaron en mi vida: dejé de escuchar música, de salir a correr, incluso abandoné la ropa bonita y cara que tanto me gustaba. Una cosa que me causó gracia fue que ahora precisamente que podría comprarme todo cuanto quisiese, esas cosas dejasen de gustarme. La compañía aeréa en el que mis tíos y... en el que ellos murieron me había ingresado cerca de un millón de dólares en concepto de "arreglo" formal por su muerte. Dado que Rebecca y Ryan eran mis tutores legales y yo una simple joven huérfana a su cargo, quedaba feo no darme una buena compensación más jugosa incluso que la de otras familias. Aunque era cierto que esas familia habían perdido tal vez a uno o dos miembros, no a todos.

Luego estaba la herencia de mi padre, y las propiedades de todos los Vlad que, ahora muertos, recaían en mis manos. Con tan solo dieciocho años era millonaria y encargada de un patrimonio del cual no tenía ninguna idea de cómo manejar. Me hubiese encantado vender todas las propiedades, regalar el dinero a la caridad y matarme de una vez, pero, no podía.

Lo intenté bastantes veces, mas mi cuerpo se negaba, puesto que una mezcla de rabia me asaltaba, llamándome cobarde a mí misma e induciéndome a abandonar los pensamientos suicidas de una vez.

No lloraba tampoco, nunca lloré lo más mínimo, en cambio sí comencé a cerrar los ojos e imaginarme que esto no era real, que continuaba en Brasil con ella sentada en ese feo sofá verde mirando la tele en un idioma del que no entendía nada, preguntándome con la mirada si yo podía explicarle un poco. Y Rebecca estaba mientras en la cocina, preparando unos filetes de algo empanados, su mejor receta, porque verdaderamente a ella le gustaba cocinar rápido y comer cuanto antes. Y el tío Ryan, diciéndome que me centrase porque al día siguiente haríamos cerca de diecisiete kilómetros a trote suave.

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