El diabólico rancho de mi sobrino:

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Nos detuvimos por fin en una sala llena de cascadas. El suelo era un gran pozo rodeado por un paso de piedra sumamente resbaladiza. El agua salía de unas enormes tuberías, chorreaba por las cuatro paredes de la estancia y caía con estrépito en el pozo. No divisé el fondo cuando lo enfoqué con mi ojo.

Briareo se desplomó junto al muro. Recogió agua con una docena de manos y se lavó la cara.

—Este poso va directamente al Tártaro—musitó—. Debería saltar y ahorraros más problemas.

—No hables así—dijo Annabeth—. Puedes volver al campamento con nosotros y ayudarnos a hacer los preparativos. Seguro que tú sabes mejor que nadie cómo combatir a los titanes.

—No tengo nada que ofrecer—se lamentó él—. Lo he perdido todo.

—¿Y tus hermanos?—dijo Tyson—. ¡Los otros dos deben de seguir siendo altos como montañas! ¡Podemos llevarte con ellos!

El rostro de Briareo adoptó una expresión aún más triste: era su cara de luto.

—Ya no existen. Se desvanecieron.

Las cascadas seguían rugiendo. Tyson contempla el pozo y pestañeó. Un par de lágrimas asomaban en su ojo.

—¿Qué significa que se desvanecieron?—pregunté débilmente—. Creía que los monstruos eran inmortales, como los dioses.

—Percy—dijo Grover débilmente—, hasta la inmortalidad tiene sus límites. A veces... a veces los monstruos caen en el olvido y pierden la voluntad de seguir siendo inmortales.

Observé a Grover y me pregunté si estaría pensando en Pan. El año pasado, Apolo nos había hablado del antiguo dios Helios, comentó que había desaparecido y lo había dejado solo con todas las tareas del dios del sol. No me había detenido a pensar en todo ello, pero en ese momento, mirando a Briareo, comprendí lo terrible que debía resultar ser tan viejo—tener miles y miles de años—y encontrase completamente solo en el mundo.

—Debo irme—dijo Briareo.

—El ejército de Crono invadirá el campamento—advirtió Tyson—. Necesitamos tu ayuda.

El centímano bajó la cabeza.

—No puedo, cíclope.

—Eres fuerte.

—Ya no.—Briareo se levantó.

—Eh—me puse de pie a muy duras penas. El mundo me daba vueltas, el cuerpo me dolía terriblemente y mis músculos temblaban incontrolablemente.

Tomé al hijo de Gaia de uno de sus brazos y me lo llevé aparte, de modo que el rugido del agua ahogara nuestras palabras.

—Briareo, te necesitamos. Por si no te habías dado cuenta, Tyson cree en ti. Ha arriesgado la vida para salvarte.

Se lo conté todo: el plan de invasión de Luke, la entrada del Laberinto en el corazón del campamento, el taller de Dédalo, el ataúd de oro de Crono.

Briareo negó con la cabeza.

—No puedo, semidiós. No tengo la pistola para ganar este juego—me dijo, formando cien pistolas con las manos.

—Quizá por eso de desvanecen los monstruos—respondí—. Tal vez no se trate de lo que crean los mortales. A lo mejor lo que pasa es que dejan de creer en sí mismos.

Sus ojos castaños me observaron. Su rostro se transformó y asumió una expresión muy reconocible: la vergüenza. Se volvió y se alejó caminando pesadamente por el pasadizo hasta desaparecer entre las sombras.

Doce Desastres y PecadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora