Una nueva Gran Profecía:

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Nadie me roba a mi pegaso. Ni siquiera Rachel. No sabía si estaba más molesto, asombrado o preocupado.

—¿En qué estaría pensando?—preguntó Annabeth mientras corrugamos hacia el río. Por desgracia, yo tenía una idea bastante aproximada, y me preocupaba profundamente.

Había un tráfico espantoso. Todo el mundo estaba en la calle mirando boquiabierto los daños causados en la zona de guerra. Se oían sirenas de policía a cada paso. Era imposible encontrar un taxi y todos los pegasos se habían largado volando. Me habría conformado con unos Ponis Juerguistas, pero ellos habían desaparecido con casi todas las existencias de cerveza de raíces de la ciudad. Así pues, no nos quedó más remedio que correr y abrirnos paso entre aquella multitud de mortales alelados que atestaban las calles.

"Ejem"—tosió Zoë—. "¿Cómo te lo explico...? Eres un dios, Percy. Puedes teletransportarte y ya"

—Ah...—me detuve en seco—. Cierto...

—Percy, hay que darnos prisa—dijo Annabeth—. Rachel no podrá atravesar las defensas, Peleo la devorará.

Eso no se me había ocurrido. La Niebla no ocultaría el campamento de Rachel como al resto de los mortales; lo encontraría sin problemas. Pero yo había dado por supuesto que los límites mágicos la mantendrían a raya como un campo de fuerza. No se me había ocurrido que Peleo pudiera atacarla.

—Percy...—urgió Nico, agotado.

—Ya voy, sólo dejen que...

Traté de concentrarme, de visualizar a dónde me quería dirigir, pero me figuré que jamás había practicado con mis nuevos poderes divinos. Perfectamente podría teletransportarnos al cráter de un volcán a dentro de una pared.

—¡Al Hades con todo!

Desplegué mi nueva espada y lancé un tajo al aire, como hacía Luke con Bakcbiter. Una grieta luminosa se abrió frente a mí, como un desgarro en la misma tela de la realidad.

Annabeth y Nico me miraron sorprendidos.

—¿Qué?—balbuceó Nico—. ¿Cómo es que... cuándo tú...?

—¿Esa es la...?

—Es larga historia—los corté—. ¡Vamos!

Sin perder más el tiempo di un salto y me adentré en el portal.







Aparecimos en la playa del campamento, con el agua hasta las rodillas.

—Creo que aún tengo que mejorar mi puntería...—murmuré.

Vadeamos hacia la orilla, donde descubrimos que Argos nos estaba esperando. Se hallaba de pie sobre la arena, con los brazos cruzados y sus cien ojo mirándonos airados.

—¿Está aquí?—pregunté.

Asintió, muy serio.

—¿Va todo bien?—preguntó Annabeth.

Argos meneó la cabeza.

Lo seguimos por el sendero. Era surrealista encontrarse en el campamento, porque allí todo parecía tranquilo y pacífico, sin edificios carbonizados, ni guerreros malheridos. Las cabañas destellaban al sol y los campos relucían cubiertos de rocío. Aunque el lugar estaba casi desierto.

No había duda: en la Casa Grande algo iba rematadamente mal. De todas las ventanas salía un resplandor verde, idéntico al que había visto en mi sueño sobre May Castellan. La Niebla (la de tipo mágico) se arremolinaba en el patio. Quirón yacía en una camilla tamaño caballo junto a la pista de voleibol, rodeado de un corrillo de sátiros. Blackjack galopaba nervioso de un lado para otro.

Doce Desastres y PecadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora