El Último Héroe del Olimpo:

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El campamento se prolongó aquel verano. Todavía duró dos semanas más, justo hasta el comienzo del curso escolar, y debo reconocer que fueron las dos mejores semanas de mi vida.

Grover se había hecho cargo de los sátiros buscadores y estaba enviándolos por todo el país para encontrar mestizos que aún no hubieran sido reconocidos. Por el momento, los dioses cumplían su promesa. Estaban apareciendo semidioses nuevos por todas partes: no sólo en Estados Unidos, sino en muchos otros países.

—Casi no damos abasto—reconoció Grover una tarde, mientras nos tomábamos un descanso en el lago de las canoas—. Necesitaremos un presupuesto más grande para viajes; podría emplear tranquilamente a un centenar más de sátiros.

—Veré qué puedo hacer al respecto—prometí—. Pero, los que tienes están trabajando como nunca. Me parece que les das miedo.

Grover se sonrojó.

—Qué tontería. Yo no doy miedo.

—Eres el señor de la naturaleza, amigo. El elegido de Pan. Y miembro del Consejo de...

—¡Basta!—protestó—. Eres tan terrible como Enebro. Pronto querrán que me presente como candidato a presidente.

—Yo botaría por ti—me encogí de hombros.

—Por favor, no sigas...

Empezó a mascar una lata mientras contemplábamos la serie de cabañas nuevas que estaban construyendo al otro lado del lago. La U que formaban las antiguas pronto se convertiría en un rectángulo completo, y los semidioses se habían aplicado a la tarea con entusiasmo.

Nico tenía a unos cuantos obreros muertos trabajando en la cabaña de Hades. Aunque él sería por ahora su único ocupante, la verdad es que le estaba quedando increíble: paredes macizas de obsidiana, con una calavera sobre el dintel y antorchas que ardían con fuego griego las veinticuatro horas del día. A su lado, se alzaban las cabañas de Iris, Némesis, Hécate, Hebe y algunas más que no identifiqué. Todos los días añadían alguna nueva al proyecto. La cosa iba tan bien que Annabeth y Quirón estaban considerando la posibilidad de crear una nueva ala de cabañas para que todas contaran con suficiente espacio.

La cabaña de Hermes ya no estaba tan abarrotada como antes, porque muchos de los chicos no reconocidos habían recibido la señal de sus progenitores divinos. Sucedía casi cada noche. Y cada noche, asimismo, llegaban semidioses a nuestras fronteras, acompañados de sátiros buscadores y perseguidos por varios monstruos repulsivos. La mayoría conseguía zafarse de ellos y entrar en el campamento.

—El próximo verano va a ser muy distinto—le dije a Grover—. Quirón prevé que tendremos más del doble de campistas.

—Sí—asintió—, pero seguirá siendo el mismo sitio entrañable de siempre. Suspiró con satisfacción.

Observé un rato a Tyson, que dirigía a un grupo de cíclopes constructores. Estaban izando piedras enormes para levantar los muros de la cabaña de Hécate, una tarea difícil y delicada. Cada piedra tenía signos mágicos grabados en la superficie y, si se caía alguna, podía explotar o convertir en árbol a todo el mundo en un radio de medio kilómetro. Cosa que a nadie, salvo a Grover, le habría hecho gracia, supongo.

—Entre mis tareas de protección de la naturaleza y la búsqueda de mestizos, voy a tener que viajar mucho—me advirtió—. Quizá no nos veamos tanto.

—Eso no cambiará nada. Sigues siendo mi mejor amigo.

Sonrió de oreja a oreja.

—Aparte de Annabeth—comentó.

Doce Desastres y PecadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora