Epílogo:

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Cuando todo el mundo hubo abandonado la Colina de los Templos de la Nueva Roma, Percy hizo acto de aparición.

Recordaba cómo si hubiese sido ayer el día en que llegó al Campamento Mestizo, muy a pesar de las décadas que habían transcurrido.

Su cuerpo seguía joven y fuerte, su vitalidad inagotable se encargaba de ello. Lastimosamente lo mismo no podía aplicarse a sus amigos más antiguos.

—Te extrañaré, Listilla—murmuró, mientras veía como poco a poco se extinguía el fuego de su pira funeraria.

Había sido una muerte pacifica y por causas naturales, algo en extremo poco común para los semidioses, incluso si se trataba de aquellos que vivían en la ciudad oculta tras el Campamento Júpiter.

Aún recordaba con cariño aquel día cuando los siete semidioses del Argo II se habían enfrentado a Hércules en la entrada del mar Mediterráneo y él había aparecido de sorpresa para enfrentarse a la contraparte de su hermano.

Pensó en todas las amenazas que el destino había arrojado en contra de los mestizos desde que había ascendido a la divinidad: Gaia y sus gigantes, Nerón y los demás emperadores antiguos, incluso la amenaza de Loki y el Ragnarök y un mago egipcio de nombre Setne.

El tiempo había echo de las suyas con el aún joven señor de la justicia. Se había hecho más sabio en los últimos ochenta años, y aún así, no podía evitar pensar en qué hubiera pasado si se hubiese podido librar de la inmortalidad ese día tras vencer a Crono.

Quizá ahora estaría en la pira funeraria, junto con Annabeth, habiendo vivido una larga vida junto con ella y yendo a parar en el Érebo.

Pero esa era sólo una idea lejana, algo que pudo ser pero que jamás pasaría en su mundo.

Miró tras de él, dónde dos miembros semi-inmortales de su séquito lo miraban desde una distancia prudencial. Dos hombres que insistían en permanecer casi desnudos todo el tiempo, pero que habían sido de gran ayuda a Percy para intervenir en el reino humano cuando las leyes antiguas lo restringían: Raiden Tameemon y Adam Ha-Rishon, el Rikishi sin Igual y el Padre de la Humanidad respectivamente. Los últimos seres venidos del mundo de Hércules antes de que la fisura dimensional se cerrase al restaurarse el orden cósmico.

—Eso apesta, amigo—dijo Raiden—. Sé lo que se siente quedar alejado de los que amas, pero una cosa es ser tú el que se vaya y otra es verlos irse progresivamente.

Adán suspiró mientras mordisqueaba una manzana, recargado en un templo como si no tuviese importancia.

—No agobies al chico, Raiden—pidió—. Tiene mucho que procesar.

Percy miró agradecido al primer hombre. Sabía bien que su primera muerte se había dado al superar los novecientos años de edad, por lo que claramente entendía lo que era ser dejado atrás por el tiempo mientras sus seres queridos se desvanecían de poco en poco. Incluso en ese momento se notaba el dolor en sus cicatrizados ojos al estar lejos de su amada Eva y no poder hacer nada por establecer contacto.

—Estoy bien—suspiró—. Es sólo que voy a extrañar a la cabeza de mochuelo. Lo mejor será irnos antes de que alguien nos vea. Grover me notificó de un par de semidioses sin reconocer en las afueras de Connecticut, lo mejor será que vayan para guiarlos al campamento.

Ambos hombres asintieron, antes de ser transportados por el hijo de Poseidón en un destello.

—Ya puedes salir de allá atrás, Luke—suspiró el dios.

Un hombre de cabello rubio y ojos verdes hizo acto de presencia, apareciendo desde detrás de un templo.

—Te extrañamos en el funeral, papá—dijo.

Percy sonrió levemente. La forma en la que los ojos de su hijo brillaban con inteligencia brillaban con inteligencia le recordaban demasiado a Annabeth... era una larga historia, una noche bastante loca, a decir verdad, había sucedido algunos meses antes de que empezase una relación seria con una inmortal en especial, por lo qué, aunque Luke no había sido fruto de una infidelidad, sí se sentía algo culpable no haber podido estar para él a lo largo de su vida como hubiese querido.

—Tú madre era mi mejor amiga—respondió el dios—. Sabías que aparecería tarde o temprano.

—Así es.

El hombre se sentó al lado de su padre y contemplaron el humo de la pira perderse en el cielo.

—¿Cómo van las cosas en el Olimpo?—preguntó.

—Por ahora, todo bien. Los dioses mantienen sus promesas y yo también.

—¿Y qué piensa tu esposa sobre que vengas a... bueno, esto?

—¿Por qué no se lo preguntas tú mismo?—respondió otra voz tras su espalda.

El semidiós agachó la cabeza tras un sobresalto.

—Mi señora...

Percy se puso de pie con un salto.

—Hola, Arty—le dio un beso.

La diosa lo tomó por el rostro.

—¿Cómo te encuentras?—preguntó.

—Estaré bien—respondió el dios de la justicia, esforzándose por sonreír—. Es sólo que... bueno, el momento llegó de que todos mis conocidos mueran uno tras otro, y me duele pensar en ello.

—Vamos a casa—dijo Artemis—. Incluso tú necesitas descansar de vez en cuando, Percy.

El chico asintió.

—C-claro... vamos.

La diosa se volvió hacia el hijo de su marido.

—Cuídate, Luke. Y... lamento lo de tu madre.

El hombre agradeció el gesto con un asentimiento y desvió la mirada mientras los dos inmortales se despedían con un destello de luz.

Doce Desastres y PecadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora