Hijos de la guerra:

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Cuando Shakespeare dijo: "Si dos cabalgan en un caballo, uno debe ir detrás", se refería a jerarquía y cadenas de mando. Lo que yo entendí, por otro lado, es que no es divertido volar en pegaso hacia un helicóptero fuera de control.

Si Guido no hubiese sido un virtuoso de las acrobacias aéreas, habríamos acabado cortados en pedacitos de confeti.

Oí a Rachel dando gritos en el interior del helicóptero. Inexplicablemente, ella no se había quedado dormida, pero al piloto sí lo vi derrumbado sobre los mandos y sacudido por los bandazos del aparato, que descendía dando tumbos hacia el flanco de un bloque de oficinas.

—¿Alguna idea?—le pregunté a Annabeth.

—Tú ocúpate de dirigir a Guido y de guardar las distancias—repuso.

—¿Y tú qué vas a hacer?

Por toda respuesta, gritó "¡Arre!", y Guido se lanzó en picado.

—¡Agáchate!—alcancé a oírla decir.

Pasamos tan cerca del rotor que sentí como si la fuerza de las aspas me arrancara el pelo. Nos situamos a toda velocidad junto al helicóptero y Annabeth se aferró a la puerta.

Entonces se complicaron las cosas.

Guido se golpeó un ala con la plancha del helicóptero y cayó conmigo a plomo, dejando a Annabeth colgada del aparato. La adrenalina me impedía pensar, pero mientras el pegaso se precipitaba al vacío llegué a ver a Rachel tirando de Annabeth para meterla en la cabina.

—¡Aguanta!—le grité a Guido.

"El ala"—gemía—. "La tengo machacada".

—¡Puedes hacerlo!—A la desesperada, traté de recordar lo que Silena solía decirnos en las clases de equitación con pegaso—. ¡Relaja el ala! ¡Extiéndela y planea!

Caíamos verticalmente hacia el suelo, ya a menos de treinta metros. En el último momento Guido consiguió extender las alas. Los centauros nos miraron boquiabiertos mientras recuperábamos la horizontal y recorríamos unos metros para aterrizar finalmente dando tumbos y rodar—pegaso y semidiós juntos— por la acera.

"Ay"—gimió Guido—. "Mis patas. Mi cabeza. Mis alas".

Quirón llegó al galope con su botiquín y empezó a curarle las heridas.

Me puse de pie penosamente. Al levantar la vista, se me subió el corazón a la boca: el helicóptero estaba a punto de estamparse contra el edificio.

Y entonces, milagrosamente, volvió a estabilizarse. Describió un círculo, se quedó suspendido en el aire y, lentamente, comenzó a descender.

Pareció tardar una eternidad, pero por fin tomó tierra en medio de la Quinta Avenida con un golpe sordo. Atisbé a través del parabrisas y no di crédito: era Annabeth quien estaba tras los controles.







Me adelanté corriendo mientras los rotores aminoraban poco a poco. Rachel abrió la puerta lateral y arrastró fuera al piloto.

Todavía iba vestida como si estuviera de vacaciones, o sea, con pantalones cortos, una camiseta y sandalias. Tenía el pelo enmarañado y la tez verdosa a causa de aquellas acrobacias imprevistas.

Annabeth fue la última en bajar.

La miré maravillado.

—No sabía que pudieras pilotar un helicóptero.

Doce Desastres y PecadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora