La Gran Profecía:

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Odiaba tener ser yo quien diese las malas noticias, pero eso, al menos, se lo debía a Beckendorf.

Apenas salí del mar, corrió la voz de mi llegada. Aquella tarde el vigía de guardia era Connor Stoll, de la cabaña de Hermes. En cuanto me divisó, se emocionó tanto que se cayó del árbol. Luego, hizo sonar la caracola para avisar al campamento t vino corriendo a mi encuentro.

Tenía una sonrisa torcida que armonizaba con su sentido del humor. Era un buen tipo, pero convenía sujetar bien la cartera cuando andaba cerca. Tenía el cabello castaño y rizado, era un poco más bajo que su hermano Travis (el único rasgo que permite distinguirlos). Eran tan distintos a Luke que costaba creer que los tres fueran hijos de Hermes.

—¡Percy!—chilló—. ¿Cómo salió? ¿Dónde está Beckendorf?—entonces vio mi expresión y la sonrisa se esfumó en el acto—. Oh, no—se lamentó—. Pobre Silena. Por Zeus sagrado, verás cuando se entere...

Cruzamos juntos las dunas y a unos trescientos metros vimos a la gente del campamento acercándose en masa, emocionados y sonrientes.

Me detuve en el pabellón comedor y los esperé allí. No valía la pena apresurarse para contarles la desgracia que había ocurrido.

Contemplé el valle, tratando de recordar cómo era el Campamento Mestizo la primera vez que lo vi. Tenía la sensación que que habían pasado un billón de años o más desde entonces.

Desde el comedor se podía ver casi todo. De entrada, el círculo de colinas que rodeaban el valle. En la más alta, la colina Mestiza, se alzaba el pino de Thalia; y de una de sus ramas bajas colgaba el famoso Vellocino de Oro, que extendía su protección mágica sobre el campamento. El dragón que lo vigilaba día y noche, Peleo, había crecido tanto que se veía incluso desde aquella distancia, enroscado alrededor del tronco y enviando señales de humo cada vez que soltaba un ronquido.

A mi derecha se extendían los bosques. A mi izquierda, el lago de las canoas brillaba bajo los últimos rayos de sol y el muro de escalada resplandecía con la cascada de lava que caía por uno de sus flancos. Enfrente, se desplegaban cómo herradura las doce cabañas alrededor de un prado verde de uso comunitario. Más hacia el sur estaban los campos de fresas, el arsenal y la Casa Grande, un edificio de cuatro pisos pintado de azul cielo y coronado con una veleta de bronce que representa un águila.

En cierto modo, el campamento no había cambiado. No se percibía ningún indicio de guerra en los campos y edificios. La percibías en los rostros de los semidioses, los sátiros y las náyades que subían por la cuesta.

Ahora no había tantos como cuatro veranos atrás. Algunos se habían ido y no habían regresado. Algunos habían caído en combate. Y otros—procurábamos no hablar de ellos—se habían pasado al enemigo.

Los que continuaban allí eran guerreros curtidos, aunque se los veía cansados. Últimamente no se oían muchas risas en el campamento. Ni siquiera los de la cabaña Hermes hacían tantas travesuras. No es fácil disfrutar de las bromas cuando toda tu vida parece una broma pesada.

Quirón llego primero galopando. Tenía la barba cada vez más larga y enmarañada a medida que avanzaba el verano. Llevaba una camiseta con la leyenda: "MI OTRO COCHE ES UN CENTAURO" y un arco colgado a la espalda.

—¡Percy!—exclamó—. Gracias a los dioses. Pero ¿dónde...?

Annabeth entró corriendo al pabellón justo detrás de él. Se hizo un breve e incómodo silencio. Apenas y habíamos hablado desde el invierno pasado, y todo se había reducido a hacer misiones en conjunto durante la guerra. Ahora, para bien o para mal, ambos sabíamos que teníamos que detener nuestra ley del hielo y trabajar juntos como en los viejos tiempos. Pero eso se decía muy fácilmente.

Doce Desastres y PecadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora