Los problemas jamás terminan:

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Annabeth y yo salimos del palacio en completo silencio. Queríamos decir tantas cosas, pero las palabras no fluían simplemente. Yo trataba de procesar como mi vida cambiaría radicalmente a partir de ese día, como mis amigos y familia lentamente morirían uno tras otro, aquejados por la vejes u cualquier otra cosa mientras mi cuerpo se mantenía eternamente joven y seguía existiendo por el resto de la eternidad.

Miraba mis brazos sin dar mucho crédito a lo que veía. La marca había retrocedido hasta su lugar original, pero ya no me causaba dolor alguno. Me sentía lleno de energía y poder, como una batería atómica inagotable. Mi cuerpo había crecido y se había fortalecido, pero me seguía sintiendo yo, a eso me aferré por el momento.

En un patio lateral se encontraba Hermes, contemplando un mensaje iris en la cortina de vapor de una fuente.

—Nos vemos en el ascensor—le dije a Annabeth.

Ella ma estudió un momento más antes de asentir con la cabeza.

—C-claro, ahí te veo...

Hermes no pareció advertir que me acercaba. Las imágenes del mensaje Iris se sucedían tan rápidamente que apenas pude captarlas. Eran informativos y noticiarios de todo el país: escenas de la destrucción causada por Tifón, los restos de la batalla esparcidos por todo Manhattan, el presidente en una rueda de prensa, el alcalde de Nueva York, vehículos del ejército transitando por la Avenida de las Américas.

—Asombroso—murmuró Hermes, volviéndose hacia mí—. Después de miles y miles de años, me sigue sorprendiendo el poder de la Niebla... y la ignorancia de los mortales.

—Bueno, gracias por la parte que me toca... tocaba, supongo...

—Ah, no me refiero a ti. Aunque supongo que también debería preguntármelo, porque, vamos, rechazar la inmortalidad...

—Era la decisión correcta... lo justo, hasta que no hubo de otra.

Hermes me miró con curiosidad y luego volvió a prestar atención al mensaje Iris.

—Míralos—dijo—. Han decidido que Tifón no ha sido más que una monstruosa serie de temporales y tormentas. Qué más hubiéramos querido. Aún no se explican cómo es posible que todas las estatuas del bajo Manhattan hayan desaparecido de sus pedestales y terminado hechas pedazos. Pero imagino que al final se les ocurrirá alguna interpretación lógica.

—¿Está muy deteriorada la ciudad?

Hermes se encogió de hombros.

—No tanto, cosa sorprendente. Los mortales están consternados, desde luego. Pero esto es Nueva York. Nunca he visto a un puñado de humanos con tal capacidad de recuperación. Me imagino que habrán vuelto a la normalidad en unas semanas; y yo, claro, les echaré una mano.

— ¿Usted?

—Soy el mensajero de los dioses. Me corresponde a mí supervisar lo que dicen los mortales y, si es necesario, ayudarlos a comprender lo sucedido. Me encargaré de tranquilizarlos. Créeme, acabarán reduciéndolo todo a un terremoto monstruoso o una erupción solar. Cualquier cosa menos la verdad.

Había cierta amargura en su tono. George y Martha se enroscaban alrededor de su caduceo, pero permanecían en silencio, lo cual me hizo pensar que Hermes estaba muy, pero que muy enojado. Debería haberme callado, pero le dije:

—Le debo una disculpa.

Hermes me miró con recelo.

—¿Y eso por qué?

—Lo tomé por un mal padre—reconocí—. Creía que abandonó a Luke porque conocía su futuro y que no hizo nada para impedirlo.

—Yo conocía su futuro—dijo Hermes con tristeza.

Doce Desastres y PecadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora