Esta historia es para chicos y chicas que luchan con la depresión y ansiedad, pensamientos intrusivos, el auto sabotaje hacia su propia persona.
Gritos de un cuerpo atrapado en pensamientos del futuro y recordando el dolor del pasado, donde el cuerp...
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Después de aquel primer día con los síntomas extraños, la experiencia se volvió aún más aterradora. Vivir otro episodio con eso que yo no conocía era como caminar en un terreno minado: cada latido, cada respiración, cada pensamiento parecía un peligro. Mi cuerpo se sentía como un cortocircuito, incapaz de encontrar su ritmo, y yo estaba atrapada en un estado de shock constante.
Una semana después, mi familia notó que no era un juego. Me llevaron al médico. Antes de entrar a consulta, los síntomas volvieron: sudores que resbalaban por mi espalda, manos temblorosas y nervios que parecían bailar fuera de mí. Cada paso que daba hacia la consulta era un desafío; mi corazón latía rápido y mi mente inventaba mil tragedias.
Recuerdo que el médico que me recibió se apellidaba Tosta; tendría unos veinticinco años. Lo que me llamó la atención fue su sonrisa: cálida, sincera, como un faro en medio de la tormenta. Me preguntó cómo me encontraba y, con simpleza, me dijo:
—Bueno, ¿qué está pasando con una joven tan bonita?
Su tono amable sacó una pequeña sonrisa de mis labios, y por primera vez sentí que no todo estaba perdido. Me calmé un poco y empecé a confiar en que no era tan terrible ir a una revisión. Con voz temblorosa, le conté lo que sentía:
—Estoy mal del corazón —dije.
Él me miró con paciencia y me respondió: —Permíteme, vamos a revisar.
Mientras me examinaba, sentí que mi mente se llenaba de pensamientos negativos. Pero entonces se sentó a mi lado y, con calma, dijo:
—Tranquila. Lo que estás sintiendo se llama ansiedad.
Aquellas palabras fueron como abrir una ventana en una habitación cerrada por años. Era la primera vez que escuchaba ese nombre. Él comenzó a explicarme qué era, por qué aparecía y cómo podía aprender a vivir con ella.
Me preguntó sobre mis sueños. Con una mezcla de timidez y esperanza, le dije que deseaba estudiar medicina, no por lo que estaba viviendo, sino por una decisión que había tomado desde los cinco años.
Nunca olvidaré lo que sentí al hablar con alguien que realmente escuchaba. Alguien que me dijo que la vida era dura, sí, pero que todo se podía lograr. Alguien que me recordó que Dios estaba en la circunstancia y que no estaba sola.
—Solo mantente relajada —me dijo—.
Me dio un medicamento para controlar los nervios y, al regresar a casa, decidí investigar más sobre esa palabra que ahora conocía: ansiedad.
Finalmente, le puse nombre a mi enemiga. Aquella pequeña fuerza que mezclaba miedo, pensamientos negativos y síntomas físicos tenía identidad. La conocí, y conociéndola, pude comenzar a enfrentarla. Ya no era un monstruo sin rostro; ahora tenía nombre, y el primer paso para aprender a vivir con ella había comenzado.