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Arin Drakon

-¿Qué haces aquí?- pregunté sorprendido.

Mi prometida no solo me había desobedecido si no que además había encontrado la manera de llegar hasta mi dragona. La sorpresa en sus ojos era bastante clara para lo oscuro que era el lugar. Ninguno de los dos dijo nada ni nos movimos, era suficiente la batalla de miradas que mantuvimos.

No aparté la mirada hasta que Erela, mi dragona, sopló en mi dirección. Clavé mis ojos en sus grandes iris rojos y alzó las peludas cejas como si me estuviese regañando. Quizás Erela no podía hablar, pero aquello no impedía que fuera consciente de lo que pasaba a su rededor y que intentara comunicarse conmigo de cualquier manera.

Jamás tuve intención de tener un dragón. Era tradición que el monarca tuviera un animal exótico difícil de domar para que este pudiera representar su poder. Y yo iba a ser el primer monarca en romper la tradición, no quería ni esforzarme en domar a un animal ni en mantener un vínculo sentimental con mi mascota. No quería tener a un dragón para poder mostrar algo que todos sabían que tenía, para después no darle lo que necesitaba el animal.

Sin embargo, todo se torció unos meses después de mi coronación. Se solicitó mi presencia en un pueblo lejano donde nadie habitaba. El pueblo estaba en ruinas y parecía que los animales vivían a base de supervivencia en aquel lugar, pues encontramos varios esqueletos de lo que probablemente eran criaturas y vimos a varios rodear a un pequeño conejo que acabó siendo devorado. Entre las montañas encontré a Erela luchando por la vida de sus hijos recién nacidos. Minutos después los bebés fueron devorados por el otro dragón, no pude hacer nada más que acercarme a la triste mamá y curarle las alas. De la tristeza en la que se encontraba ni si quiera replicó o se molestó en alejarme. Los soldados que me acompañaban se tomaron la justicia a su manera y acabaron matando al otro animal. Curé a la hembra y retomé mi viaje.

Por una inexplicable razón, fui todos los días siguientes a visitarla. No la quería pero necesitaba asegurarme de que estuviera bien. Y con esa pequeña rutina que creamos ella se acostumbró a mi y empezó a alegrarse de mis visitas. Ella acababa de perder a sus hijos y me encontró y yo me permití sentir cariño por un ser que me cuidaba y que satisfacía a mi niño interior. Así que me la quedé y no me arrepentí de la decisión. Me había salvado varias veces, como una verdadera madre.

-Está herido.

-Herid-a. Es una hembra. No has contestado a mi pregunta.

-Está herida-dijo clavando sus ojos en mí- ¿no te importa?

Pues claro que me importaba, y mucho. Erela era la única hembra con la que me había permitido ser cariñoso. No confiaba en las personas, ni si quiera en mi familia. Erela era lo que mantenía vivo mi poco lado sentimental. Claro que sabía que estaba dañada, últimamente llegaba tarde a casa y herida. No sabía a dónde iba ni lo que hacía, pero me dolía y me quemaba el alma cada vez que oía sus adoloridos gemidos.

-No-mentí.-Sal de aquí.

-¿Perdón?

-Joder-maldecí frustrado- ¿Eres lela o algo así? Porque si es así no hace falta ni que sigamos con el matrimonio.

Los azules ojos -un color horripilante que causaba escalofríos- se encendieron con furia. Una furia totalmente comprensible, mis palabras habían sido duras y a pesar de que no había sido mi intención la habían ofendido.

¿Me arrepentía? Negativo.

Moría de sueño, Erela necesitaba descansar porque aún no había encontrado nada que pudiera calmarle el dolor y mi maldita prometida debería estar durmiendo para estar presentable al día siguiente.

Frozen flames.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora