Esta historia es para chicos y chicas que luchan con la depresión y ansiedad, pensamientos intrusivos, el auto sabotaje hacia su propia persona.
Gritos de un cuerpo atrapado en pensamientos del futuro y recordando el dolor del pasado, donde el cuerp...
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En julio del 2020, la pandemia tocó de cerca a mi familia, y a mí misma. Aunque no mostraba síntomas evidentes, los exámenes confirmaron que el virus habitaba silencioso en mi cuerpo.
Mis abuelos estuvieron graves, con neumonía que los mantuvo en cama; mi madre luchaba con la falta de oxígeno y las urgencias médicas nocturnas. Mi querido tío enfrentaba la enfermedad en el estado más delicado, delgado, débil, conectado a oxígeno, mientras mi hermano también desarrollaba neumonía. Yo, por mi parte, solo sufría de infección en el oído y fiebres terribles; mi cabeza retumbaba como si un guante de boxeo golpeara sin cesar.
Recuerdo un día en particular, mis abuelos eran trasladados a la clínica. Los observé partir desde la puerta de nuestra casa, con lágrimas cayendo por mi rostro, sintiéndome impotente, sola, con el miedo de perderlos latiendo en cada rincón de mi corazón. La pandemia estaba cobrando factura, y la fragilidad de la vida se volvió tangible. En el vecindario, todos sabían que nuestra familia estaba enferma. Tratamos de aislarnos, de protegernos, pero algunos no comprendían el peligro. Durante esos días de aislamiento, mi ansiedad creció, el miedo se hizo compañía constante, y mi corazón buscaba desesperadamente consuelo y protección.
Fue entonces cuando el joven de los vientos, que alguna vez dijo amarme, inició una conversación. Esperaba palabras de esperanza, de aliento, de empatía, pero la conversación se tornó absurda y desordenada.
—¿Me puedes mandar una foto de tu silueta ? —preguntó—. Sé que son lindos. Quiero conocer tu cuerpo antes del matrimonio. El shock y el dolor que sentí no se pueden describir con palabras. Yo esperaba compasión y comprensión; en cambio, encontré un deseo inapropiado, un desorden que me dolió profundamente. La realidad se reveló: su amor no era puro, y su interés no estaba alineado con los caminos de Dios. En ese instante comprendí que mi valor no podía depender de alguien que no veía mi dignidad ni respetaba mi integridad.
Esa noche, llorando en el sofá, abrí mi corazón al Señor:
—¿Por qué me pasa esto a mí?
Y fue entonces cuando la voz de Dios se hizo presente, clara y firme, como la de un padre que disciplina y protege a su hija:
—¡Estrella! ¿Acaso la muerte en la cruz, donde pagué tus pecados, fue en vano? Eres de gran valor. Yo te hice con mis propias manos. Sufrí por ti. Yo te amo. Eres mi hija, una joya preciosa, hecha para brillar como el sol. Ahora es momento de alejar tu corazón de lo que no es para ti. Yo lo sanaré. Él verá mi mano y pasará un proceso, y tú verás la verdad cuando llegue el tiempo correcto.
Caí de rodillas, reconciliándome con mi propio valor y con la voz de mi Padre celestial. Comprendí que debía alejarme de aquel amor que, aunque intenso, era desordenado y no estaba destinado para mí. Mi corazón había sido entregado, pero Dios me enseñó a protegerlo y a valorarme. Los primeros días de agosto, el joven de los vientos notó mi cambio. El 8 de agosto, se acercó como si nada hubiera pasado, pero yo estaba firme en mi decisión. Al recibir un mensaje suyo:
—Estrella, no soy un buen hombre para ti, así que aléjate de mí.
Respondí en obediencia: —Está bien, no te preocupes.
Así comenzó un proceso de depresión y tristeza, donde la ansiedad volvió a instalarse en mi habitación, trayendo noches de lágrimas y pensamientos intrusivos. Sin embargo, en medio del dolor, Dios restauró mi identidad. Me recordó que mi valor no dependía de un amor humano, sino del amor eterno que Él me ofrece como su hija.
Poco a poco, entendí que el corazón que ama sin límites no puede entregarse a quien no respeta su dignidad. Aprendí que el verdadero amor es limpio, paciente y espera el tiempo de Dios. Dios reconstruyó mi corazón como una vasija, restaurando mi autoestima, perdonando mis errores y recordándome mi identidad como hija amada, preciosa y redimida.
Hoy sé que es difícil pasar por la aflicción, que las lágrimas son testimonios del proceso divino en nuestras vidas. Cada cicatriz es un hilo dorado que representa la gracia de Dios y su obra transformadora. La identidad verdadera se encuentra cuando comprendemos que somos amadas por Él, y que ningún humano puede definir nuestro valor.
Mi corazón fue sanado, mi espíritu restaurado, y mi identidad consolidada: soy hija de Dios, valiosa, redimida y destinada para brillar en todo momento, incluso en medio de las tormentas.