Prólogo.

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La ciudad duerme bajo un manto de oscuridad interrumpido por los destellos de los faros de los automóviles. De vez en cuando se escucha el murmullo de una televisión encendida en un programa anónimo que vende baratijas en 8 pagos sin intereses y si marcas ahora no solo te llevas una baratija, sino que te llevas dos. Las estrellas se esconden bajo varios nubarrones que pronostican una lluvia matinal, pero aún falta mucho para eso. El solo es un simple concepto en esta noche tan vago como invisible. Los edificios y las iglesias son moles oscuras que albergan gente dormida en sus estómagos.

La ciudad más grande del mundo duerme, pero se mantiene alerta. Sus pulmones aun respiran dióxido de carbono, sus ojos aun brillan con luces artificiales y por sus venas aun conducen automóviles. De hecho es primero que vemos. Un automóvil, o mejor dicho, una furgoneta de color blanco.

Transita a una velocidad ilegal, mayor a la permitida y por mucho. A su paso deja una estela de sonido. La canción de "Para Elisa" mezclada con la combustión interna del motor que ruge antes de cambiar de velocidad. Cruza la calle de Arenal de manera paralela al tren que a estas horas duerme igual que el resto de la ciudad. Sus cuatro llantas brincan las vías de manera turbulenta para cruzar una intersección, pero se estabilizan cuando tocan el asfalto. Aumenta la velocidad de igual manera que la canción avanza. Dan una vuelta a la izquierda sin siquiera mirar al semáforo en rojo. Un policía los observa acelerar en el río de asfalto negro, se siente tentado en encender su motocicleta y alcanzarlos, pero a estas horas casi nadie circula por periférico. Le da un sorbo al café que ha comprado en la tienda de conveniencia y mira los faros rojos deslumbrar una última vez antes de perderse por completo. Unos ojos rojos en medio de la oscuridad. Se sienta en su Yamaha a esperar que su turno termine en exactamente dos horas con cincuenta y cuatro minutos. Contempla la soledad de la calle y se pregunta porque ha perdido el miedo a la oscuridad. Recuerda que de niño tenía terrores nocturnos donde cientos de manos salían debajo de su cama para arrastrarlo hacia un mundo extraño y horrible.

Quizás porque su mundo ya es extraño y horrible, como el de todos nosotros.

Le da un sorbo de nuevo a su café barato y una ráfaga de aire desplazada por un automóvil negro le tira la gorra con el escudo de la Ciudad de México, amenazándolo con tirarlo a él también. Se espabila y voltea para mirar al automóvil que se desplaza como una anguila sobre la marea negra. El rugido de su motor es más bien un zumbido en tono grave. Lo mira desaparecer y ahora ni siquiera se tienta en encender la motocicleta por dos razones: la primera es que jamás alcanzaría a un coche como ese con su pequeña Yamaha; y la segunda es porque, quienes traen esos automóviles, no son gente con la cual meterse ni siquiera siendo policía.

Recoge su gorra y la limpia con el dorso de la mano. Finge que nunca vio nada y vuelve a sus cavilaciones. Cientos de manos saliendo debajo de su cama, arrastrándolo a la oscuridad infinita que descansa justo debajo de nosotros.

La furgoneta no aligera su paso. Su conductor le saca todo el jugo que tiene al pequeño motor que lucha por no desvielarse. No tiene ningún logo que la distinga, incluso han tenido la precaución –o el descaro- de quitarle las placas.

Avanzan por la arteria principal de la ciudad que es una carretera de seis carriles, dos de ida y dos de regreso, rodeada por centros comerciales, gasolineras y tiendas de todas clases. Para satisfacer el aumento de la población –y de la corrupción capitalina- se creó un segundo piso. La furgoneta rechaza la idea se subir pues en la parte superior abundan las cámaras de velocidad. Frente a ella solo hay unos cuantos coches, en su mayoría borrachos que manejan a paso de tortuga para evitar chocar con nada. La furgoneta los rebasa uno a uno. Cada vez que cambia de carril se tambalea toda la carrocería. 

"Para Elisa" se ha repetido en su estéreo. Suenan de nuevo los acordes iniciales. Uno de los faros parpadea como si fuera a fundirse y durante unos segundos es así, después vuelve a encenderse justo para alumbrar un enorme hoyo en el suelo. La furgoneta cae y se zangolotea aparatosamente. Se escucha un disparo y el conductor como el copiloto sacan de la guantera dos Glock 28. Sacan sus cabezas por las ventanas con las pistolas de frente pero son los únicos sobre la avenida. Asustados miran de un lado a otro y se percatan que no ha sido un disparo, sino una explosión de la llanta del lado del conductor. Por la cabeza no se los cruza ni por error la opción de parar y cambiarla –si es que traen llanta de repuesto-, tienen que llegar a su destino lo antes posible. Lo único que hacen es bajar un poco la velocidad.

De Felinos y Hombres Donde viven las historias. Descúbrelo ahora