Cigarrillos manchados de carmín.

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Caminamos por la calle. Es una zona común de la ciudad: ni muy bonita ni muy fea. La banqueta tiene agujeros creados por las raíces de los árboles. Los postes expiden una luz mortecina sobre el asfalto negro donde vuelan folletos abandonados. El ruido de calles más grandes es perceptible, pero aquí reina una gran calma; una trinchera en medio del campo de batalla. Pocas personas caminan por la calle, un perro callejero con el pelo sucio cruza la calle con la cola levantada y a paso ligero, parece que tiene cosas que hacer. El smog cubre las estrellas que se asfixian dentro del humo pegajoso.

Nos encontramos una casa que fácilmente pasa desapercibida por ser demasiado común. Miramos por la ventana precedida por un balcón protegido con rejas de hierro y vemos un televisor apagado, unas revistas abiertas en una mesa baja de sala y un cenicero repleto de colillas manchadas con carmín.

Entramos en la casa. Huele a cigarrillo y a comida recién hecha. La alfombra absorbe las pisadas de cualquier persona que pueda estar aquí adentro. Nos adentramos. La tenue luz ambarina le da un tono antiguo a las cosas de la casa: un jarrón viejo, un portarretratos con la fotografía de fábrica, mesas llenas de recuerdos viejos y baratos de ningún lugar admirable.

Entonces, en la cocina, vemos una sombra. Nos acercamos y vemos qué es lo que sucede. Nos da la espalda. Ella –porque es una mujer- mira hacia la ventana sobre la estufa y más allá. Está recargada en la encimera fumando un cigarrillo. Exhala el humo hacia afuera de la ventana custodiada por barrotes iguales a los del balcón. Tiene una cara especial. No es fea, pero tampoco guapa. Unas arrugas comienzan a aparecer en las comisuras de sus labios y sus ojos. Sus pendientes de perlas lanzan destellos tenues cómo sus pupilas verdes. Tiene el porte característico de una mujer fuerte y luchadora que ha peleado durante mucho tiempo y ahora apenas tiene fuerzas para mantenerse sin perder su  preciado orgullo. Viste una bata y en sus bolsillos lleva un paquete de Marlboro blancos y un encendedor Bic. Mira hacia afuera, hacia la ciudad que no deja de moverse como un gigante atormentado en el sueño. Apaga la colilla sin dejar de ver al cielo. Se da vuelta y abre la olla que está sobre la estufa apagada. No tiene hambre, últimamente ya no le apetece comer. Mira la botella de vino Pata Negra de cien pesos sobre la encimera y piensa en tomar una copa. Se ríe pues a pesar de no ser una alcohólica, va camina a ello. No –se dice-, me niego a ser una borracha. Eso es tan... corriente. Sería el final perfecto de la novela que protagonizo.

Se sirve un vaso de agua con hielo. Se va a la sala y se sienta en el pequeño sofá. Su cabello dorado opaco se ve sucio bajo esta luz a pesar de que se ha bañado esta bañado. Susana siempre se baña aunque no salga.

Toma el control del televisor y pulsa el botón de encendido pero nada ocurre. Se recuerda de comprar baterías nuevas y se levanta para encenderlo manualmente cómo si fuera una cavernícola. Su dedo está a dos centímetros del botón cuando el timbre suena. Susana se acerca a la ventana y ve a un hombre conocido por ella. Le dedica una sonrisa y sale al pasillo. Antes de abrir se acomoda el cabello y se abrocha la bata. Abre la puerta.

-¿Qué tan solo a estas horas?-pregunta Susana.

-Te vengo a visitar. Hace tiempo que no me paseo por aquí y hoy me dije ¿por qué no?-contesta Jules limpiándose los zapatos en la jerga del suelo.

-Pues pasa, hombre, pasa que esta es tu casa.

-Gracias.

Jules entra y le da un beso tembloroso en la mejilla. Juega con sus manos en el pecho como si fuera un indígena que estuviera manoseando un sombrero. Entra y el típico olor de la casa de Susana le hace sentir un poco más cómodo aunque no del todo. No termina de acostumbrarse a esos potentes ojos verdes a pesar de haberlos visto desde hace casi treinta años.

De Felinos y Hombres Donde viven las historias. Descúbrelo ahora