Lo que se esconde en las sombras - 5

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V. No hay perdón para los condenados

1

¿Se puede odiar a Jesús?

Hasta ese día, Butters no se había planteado tal pregunta; hasta ese día Butters había querido creer que Dios era bueno, que Dios cuidaba de las personas buenas. Pero, ahora que conocía lo que había pasado con Isabel, realmente no estaba tan seguro de eso. No. De hecho, estaba seguro de que Dios no era bueno, y Jesús tampoco.

Algo dentro de él se había quebrado en las últimas horas. Lo que producía esa luz que lo llevaba a buscar la bondad en todo, incluso en la tristeza, se había destrozado. Jesús mismo lo había destrozado.

2

He aquí la historia de una familia feliz. Está compuesta por tres hijas. Un padre, político y diputado federal de su nación, y una madre amorosa. Una familia feliz de la clase alta mexicana.

Aunque el mundo en el que viven no es uno feliz. Es 1941, y hay una guerra mundial. Pero esto no es importante para nuestra historia. El hecho es que la abuela ha enfermado, y la familia debe ir a verla a la ciudad de Guanajuato.

La abuela ha muerto, entristeciendo a esa familia. Es muy cruel, pero no es todo. La realidad aún tiene otro golpe que darle a esta familia feliz. La hija de en medio, una dulce niña de cabellera castaña oscura y ojos color chocolate, quien solo tiene siete años de edad, está a punto de serles arrebatada.

Ajena a esta familia, una mujer monstruosa, a quien las leyendas locales han apodado la Dama Nocturna, vaga por las calles en busca de una hija perdida mucho tiempo atrás. Al no encontrarla se desespera, enloquece, busca un reemplazo.

Y ese reemplazo es una de las niñas de aquella familia.

La noche cae en un viejo parque, donde unas personas desesperadas llaman en busca de una hija arrebatada.

Mientras, a muchos kilómetros de allí, a aquella niña le ha sido arrebatada su humanidad. La sangre fluye por primera vez por su garganta. Es obligada a abrazar la oscuridad y Dios le da la espalda, por qué, aunque ella no eligió ese destino, aunque era una pequeña y frágil criatura incapaz de luchar contra el monstruo que le ha arrebatado su inocencia, Dios no perdona a los condenados.

3

Estaba oscureciendo. Butters quería quedarse con Isabel, pero sabía que no podía. Esa misma noche ella se marchaba de regreso a casa.

Los dos niños seguían el sendero que llevaba al pueblo. Isabel llevaría a Butters hasta la entrada del mismo, donde se despedirían definitivamente. El viento frío que descendía desde las montañas rocosas golpeaba de forma implacable el rostro de Butters. Pero lo aguantaba.

—¿Alguna vez volverás? —se atrevió a formular la pregunta que desde hacía horas rondaba por su mente.

Isabel no contestó. Se detuvo, Butters hizo lo mismo. Los pinos a su alrededor se agitaban, mientras la luz del día descendía con rapidez. Ese día había parecido tan corto.

—No lo sé —respondió ella al fin.

Claro, Coon y Amigos seguían rondando las cercanías, y al parecer continuarían allí por mucho tiempo.

—Debe haber una forma de seguir en contacto —dijo Butters—. Tal vez cartas.

—No tengo una dirección para recibirlas —respondió Isabel.

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