Karen, en las Tierras del Sueño - 2

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Viaje a Leng

A Karen le gustaba visitar las Tierras del Sueño porque era como ir a Narnia o a la Tierra Media: un mundo increíble en donde la realidad y la fantasía parecían fundirse en una sola. A veces el sol salía por el oeste y se ocultaba por el sur, o amanecía por el norte y se ponía por este; era impredecible como sucedería. El tiempo también parecía tener un curso que desafiaba toda la lógica del mundo vigil. Se podían vivir mil años en la magnífica ciudad de Celephaïs, solamente durante la siesta de la tarde.

Pero, al igual que la Tierra Media tenía sus terribles orcos y trasgos, en las Tierras del Sueño había seres monstruosos y lugares peligrosos. La meseta de Leng era uno de estos.

En Leng alguna vez, mucho tiempo atrás, había habitado una población de seres casi humanos. Eran algo parecido a los sátiros de la mitología griega: con cuernos de cabra en sus cabezas que ocultaban bajo grandes turbantes; y pezuñas al final de sus piernas peludas que ocultaban con un calzado diminuto, como zapatos de bebé, y pantalones holgados de colores chillones.

Y, como los sátiros, estos hombres de Leng no eran del todo buenos, puesto que habían adorado a los Dioses Otros del Exterior que vivían más allá de las puertas de la meseta de Leng, a dónde nadie se atrevía a entrar. No obstante, esto no evitó que las temibles bestias lunares –criaturas desagradables con cuerpos gelatinosos que recordaban a los sapos– descendieran desde su hogar en la luna onírica usando sus barcos voladores de velas blancas.

Los hombres de Leng confundieron a estos invasores con enviados de los dioses, por lo que no se defendieron cuando les metieron en jaulas para llevarlos a la luna, esclavizándoles. Los más débiles se volvieron servidumbre; los más fuertes pasaron a trabajar en las minas de piedras preciosas; los más gordos corrieron una suerte peor, pues fueron devorados por aquellas odiosas bestias lunares.

Todo esto muy a pesar de que, como ellos, las bestias lunares también adoraban a Nyarlathotep. Por supuesto, es algo entendido que les haya pasado eso, habiendo depositado su fe en el traicionero Caos Reptante.

Ahora, esos mismos hombres de Leng, solían bajar en las mismas naves que tiempo atrás se habían llevado a sus antepasados para buscar nuevos esclavos que llevar a trabajar a las minas lunares, o para servir de alimento a esos monstruosos entes con forma de sapos.

Las pocas veces que Karen fue incapaz de controlar el camino de sus sueños y que, sin quererlo, se vio atrapada en Leng, había visto como cargamentos de hombres de todas razas y de todos tamaños eran trasladados como animales en los barcos que salían con dirección a la civilización –si es que se puede llamar así– de la luna del país de los sueños terrestres.

En aquellas ocasiones se ocultaba en las viejas ruinas de las que fueran las ciudades que rodeaban la meseta de Leng y esperaba, acurrucada contra un suelo y un viejo muro, a que el sueño terminara para poder escapar de vuelta a la seguridad de su pobre casa de South Park.

Otras veces las ruinas estaban vacías. No había barcos en el muelle, ni campamentos de paso para cargar a los esclavos. En esos momentos, en los que todo era una inmensa ciudad fantasma con los ecos de otras eras, Karen solía explorar las ruinas.

En algunos muros, cerca de los templos erigidos miles de años atrás para adorar los Dioses Exteriores, se podían ver viejos murales en los cuales los antiguos hombres de Leng habían dejado registro de sus danzas a la luz de la Luna y de sus blasfemos rituales; que de nada les sirvieron cuando el mismo mensajero de sus dioses los entregó a las bestias lunares como si solo fueran un juguete roto.

Karen había escuchado de ese lugar por parte del profesor Randolph Carter, el viejo catedrático de la universidad de Miskatonic que era amigo y mentor de su hermano Kenny. El profesor le había contado como, mucho tiempo atrás, había recorrido las Tierras del Sueño en su búsqueda de la desconocida Kadath: la ciudad donde los Dioses del Sueño hacían sus banquetes y vivían en la opulencia, más allá de la meseta de Leng y de las tierras Yermas y frías que separaban el Mundo Onírico alcanzable por los humanos y del que solo los dioses habían contemplado.

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