29. Llegar a tiempo

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Cuando mi papá se enteró que salí del closet, me odió por completo, me aborreció, no podía explicar cómo es que si tenía sus genes salí de esa manera, por lo que rápidamente comenzó a negar mi existencia. El día que salí del closet dejé de ser su hijo, morí para él.

Como si esto no fuera suficientemente doloroso, también se encargó de maldecirme, me dejó muy en claro que mi «condición» me traería solo desgracias, enfermedades, nunca tendría una familia, me quedaría solo, poco menos me volvería una persona en situación de calle. Porque solo eso me esperaba por ser antinatural.

Odié, que incluso por un micro segundo, pensé que a esto se refería mi padre.

Mordí mi labio hasta que sentí que salió sangre, me forcé a concentrarme en el dolor, el miedo y la pena la guardé en una caja en mi cerebro, traté de invocar y canalizar la rabia, porque solo la rabia me ayudaría a tener el valor de actuar.

Respiré, me obligué a ser más consciente de mi entorno. Una de sus manos en mi cuello, la otra intentando desabrochar mi cinturón, porque no bajaba mi pantalón, su asquerosa erección frotándose en mi trasero. Bilis volvió a subir por mi garganta y tuve que obligarme a respirar, a tragar las ganas de vomitar.

No había armas. Estaba desarmado.

Yo no.

Aún tenía mi mochila puesta, en la cual de un asa colgaba el llavero de auto defensa que me compró Ángel. Me habían preparado para esto. Había pasado muchas horas recreando este escenario, y ahora es el momento de aplicar aquello que había practicado en mi mente tantas veces.

Solo tenía un segundo. Tenía que escapar antes del punto de no retorno. Antes de encontrarme atrapado en el horizonte de sucesos, y bloquear todo. No podía permitirlo. No me merezco esto. Nadie merece esto. Tengo que luchar.

Cuando logró sacar mi cinturón lo usó para golpearme con el la pierna, el dolor del latigazo me ardió muchísimo, pero volvió a enfocarme. Temblaba, quizás él pensaba que era de miedo, pero más bien era de anticipación.

Alcancé el llavero con la manopla, y cuando sentí que tiró mi pantalón para abajo, fue cuando actué. En la misma posición usé toda mi fuerza y logré acertar un golpe directo en el costado de su estómago.

—¡Qué...Mierda-!

El golpe aflojó el agarré en mi cuello, hizo que me pudiera voltear, su rostro se había desfigurado por el dolor y por la ira, un escalofrío me recorrió, y antes de que pudiera escapar, me sujetó por el cabello, su agarré era férreo, pero en este punto, prefería quedarme calvó y escapar.

Destapé como pude el gas pimienta y se lo rocíe a los ojos temblando. Cuando pegó el grito, me soltó para frotarse los ojos, entre el nervio se me cayó el spray, y como pude tomé mis pantalones y salí corriendo.

Nunca había corrido por mi vida, era de los primeros en rendirse cuando tocaba la clase de deportes en el colegio, pero estoy seguro que si mis profesores me vieran, estarían orgullosos. Porque no paré, no importaba que sintiera que los músculos de las piernas se cortaran, no importaba que respirar fuera doloroso, que pareciera que mis pulmones estuvieran llenos de arena, no importaba que tuviera puntadas en costillas y sintiera agujas clavándome en los costados.

Nunca me había sentido tan libre corriendo y soltando lágrimas de alivio.

No fui a mi casa, no fui a la comisaría, porque temía que no alcanzara a llegar, así que hice lo que me pareció más razonable: correr al supermercado. Tenía luces, hay mucha gente, y cámaras. Una opción que había considerado en mi cabeza muchas veces, como lugar seguro.

Serendipia editorialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora