15. ¿Sangre? A quien le importa la sangre.

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Cuando salí de la casa de Allen floté, no recuerdo cómo, ni cuándo llegué a mi casa, pero recuerdo el vertiginoso cúmulo de emociones desbordantes en mi pecho.

Mi primer beso fue con una chica, mi vecina y mejor amiga de aquellos años Silvia, nunca estuve realmente enamorado de ella, pero tuvimos un pequeño noviazgo de cinco meses a los 14 años, impulsado gran parte por nuestros padres, ellos se morían por vernos juntos, por lo que nos terminaron orillando.

Lamentablemente por más que fuéramos grandes amigos, nuestro primer beso fue decepcionante. Reconozco que tenía altas expectativas, debido a que por ese entonces ya era un ávido lector, así que esperaba algo más...«Woah», pero no lo fue. Me hizo preguntarme: ¿Eso es todo? ¿Por qué entonces los libros lo describen como algo increíble? Estuve bastante indignado por mucho tiempo, creí que todos los autores mentían, y me hicieron idealizar algo que realmente no era tan sorprendente: Un choque y roce de labios. 

Mi primer beso con un hombre me hizo darme cuenta que quizás los autores no mentían. Este fue a los 15 años, en un cumpleaños de un compañero de curso, fue una de las primeras fiestas en las que probé el alcohol. El hermano mayor de mi compañero había comprado alcohol e invitado a algunos de sus propios amigos. Habían cervezas, bebida con vino barato, y fruta con vino. Esa vez incentivado por uno de los chicos mayores probé la cerveza, y la odie por completo, él se burló de mi reacción y me cambió la cerveza por ponche, con la consigna «cuando seas mayor te gustará», soy mayor y sigo sin ser fan.

Ese chico fue lo mejor de mi noche. Había algo muy emocionante en que un chico mayor se interesara en hablar conmigo. Ni siquiera recuerdo bien su nombre, ¿Zeke o Zack?, pero sí recuerdo que él fue el primero en llamarme «pequeño chico gay», aún cuando ni yo mismo estaba seguro de tener esa etiqueta, pero se encargó de verificar su teoría. Me besó bajo la escalera, en medio de una fiesta bulliciosa y adolescentes borrachos. Mi corazón no hacía más que latir desembocado, descontrolado y emocionado.

Nunca lo volví a ver, pero no fue necesario. Como una estrella fugaz, llegó a mi vida para cumplir un deseo, y hacerme reflexionar sobre mi identidad y sexualidad. Fue el objeto de mis fantasías por dos años, hasta que comencé mi relación secreta con Elías.

Elías me hizo entender que el «cuanto» te guste una persona es directamente proporcional a cuanto te gustan sus besos, pero también influye que tan buen besador sea esa persona. Zeta —el chico que no recordaba su nombre, pero sí la inicial y por eso lo llamaba así en mi mente—, era sin duda un buen besador. Mi novio de aquel entonces no tanto, quiero creer que ambos mejoramos con el tiempo. 

Siempre algo se sintió incómodo, mucha lengua, mucha saliva, mordidas muy fuertes. Mi cabeza no podía desconectarse por completo. Pero internamente siempre agradecía que quisiera besarme.

Estoy seguro que se trataba de mi baja autoestima de aquel entonces, pero estaba tan desesperado por gustarle a un chico y vivir un romance de ensueño que simplemente dejé pasar muchas cosas que no me gustaban de él. Creía que debía acceder a todo lo que quisiera, creía que sus celos era su forma de demostrar su amor, creía que siempre tenía que estar disponible para él. El problema, es que no era recíproco. A él siempre le surgía algo cuando yo quería verlo, me hacía sentir como si exagerara cada vez que le contaba las cosas que me afligían, y cada vez que las cosas escalaban usaba la carta de «tú dijiste que había que ocultarse por ahora».

No pedía mucho, ¿pero si tenía un mal día era mucho pedir ser consolado por mi pareja? Un abrazo, un beso y «un tranquilo todo estará bien, tus padres son muy cerrados de mente, pero ya aprenderán». Era lo mínimo.

En la universidad disfruté mi soltería, bueno por lo menos el último tramo, luego del rompimiento con mi ex y mi salida del clóset con mis padres. Muy conscientemente apliqué a una universidad en la ciudad, para disfrutar de estar alejado todos los días de mis padres, ni siquiera me importaban las dos horas de viaje para llegar allá, era mi escape.

Serendipia editorialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora