Capítulo 7: Dos flores cuestionables.

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—¿Lo conoces?

No me había enterado del momento en el que Adriel volvió con los cereales y el pan, por eso su voz me sobresaltó.

—Joder, Adriel. No hagas eso —coloqué una mano en mi pecho, como si ese fuera el remedio para calmarlo—. No lo conozco, me he chocado con él sin querer. ¿Y tú cuánto tiempo llevas aquí?

—No quería interrumpirte mientras sacabas a la luz tus dotes de ligue —dijo de forma pícara.

—No estaba ligando con él —aclaré, molesta y esos ojos aguamarina profundos volvieron a mi mente junto con esa sonrisa encantadora. Negué con la cabeza para apartar esa visión—. Sigamos con la compra, anda.

Cuando acabamos de coger todas las cosas que habían escritas en la lista, fuimos a la caja para pagar, y para ello tuvimos que pasar por el pasillo de los de los dulces. Entonces, fue cuando vi los barquillos cubiertos de chocolate y rellenos de crema de avellana. Mis preciados Kinder Bueno. Me paré en frente de ellos y Adriel suspiró porque ya sabía lo que iba a pasar.

—Norah, estoy seguro que eso no está en la lista.

Y razón no le faltaba. No estaba escrito en la lista pero, ¿cómo lo sabía él?

Hubo una temporada en la que les cogí un vicio bastante peligroso para mi salud a esos dulces. Se volvió rutina comprarme un paquetito de dos barquillos todos los días para almorzar, hasta que un día en educación física me sentí más debilitada de lo normal, se me nubló la mente y caí al suelo, quedándome inconsciente. Desperté en el hospital y los médicos me diagnosticaron hiperglucemia no diabética. Los resultados del análisis de sangre mostraban un elevado nivel de glucosa. Aún recuerdo cuando el médico que me atendió me dijo que tuve suerte de desmayarme en ese momento, ya que con el ritmo de dieta que llevaba, me iba a encaminar a una diabetes tipo dos y habíamos llegado a tiempo para evitarla. Por suerte, alguna que otra medicación como la insulina y una dieta sana conseguí regular los niveles de azúcar en mi sangre.

Cuando tuve que desvelarle a mi madre lo que hacía todos los recreos, me prohibió totalmente volver a tocar esos dulces y solo me dejó comer otros con moderación. Con el tiempo se fue suavizando y me dejaba de vez en cuando probar los barquillos, pero aún les guardaba rencor.

—Pero ya estoy bien y soy consciente de lo que hago, no como antes. Además, uno no me va a hacer daño —lo miré con ojitos de cachorro. Él suspiró y desvió la mirada.

—No me mires así.

—Porfa.

—No.

—Venga, y te doy un trozo.

—No.

—Te doy la mitad y estoy siendo muy generosa.

—Qué no.

—Se supone que eres mi amigo. Deberías apoyarme —me indigné—. Y no me vengas con lo de que lo haces por mi bien, porque no.

—No es por eso.

—¿Entonces? —crucé los brazos sobre mi pecho.

—Si tu madre ve el recibo de la compra, ten por seguro que te cogerá de los pelos y te matará —advirtió exagerando sus palabras—. Y a mí también por haberte dejado vía libre.

En eso estaba en lo correcto. Siempre que yo hacía la compra, mi madre pedía el recibo de vuelta, para comprobar que no me hubiera comprado nada que no tuviese que comprar con su dinero.

—Es verdad —reflexioné y una bombillita se encendió en mi cabeza—. Pero si lo compro aparte no tiene por qué darse cuenta. —Mis labios se ensancharon en una pequeña sonrisa cómplice.

MÁS QUE UN SUEÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora