Nora Muscatello, mimada hasta lo impensado, tiene a toda Italia a sus pies.
Su padre le da todo lo que cruza por su mente, sólo hasta que sortea un horrible tropiezo.
Su pesadilla comienza al pisar la catástrofe que es Corea del Sur, pues una serie...
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Mi padre no me hablaba. No dejó de acelerar ni un solo segundo del trayecto de esa madrugada, ni siquiera con las luces rojas. Su destreza frente al volante ya la conocía, pero fue inevitable que mi aliento quedara atrapado en sus maniobras. Dobló en curvas muy cerradas, ignoró bocinazos y tomó callejones desconocidos para mí. Su vista al frente, el ceño tembloroso y fruncido, y sus nudillos blancos sobre el manubrio me hicieron caer en la familiaridad necesaria para ver cuán expuesta estuve todo este tiempo.
—Papá —lloré sin la intención de llamar su atención, sino con la necesidad de decirlo sabiendo que ahora estaba junto a mí—, papá.
—Calla, Nora —profirió con la voz temblando—, me voy a volver loco.
Dijo eso a pesar de que dejamos de oír las balas hace cinco kilómetros. Me sujeté al asiento para que sus vueltas no me derribaran, y gracias a una de las ventanillas medio abierta, pude sentir el frescor del viento en mi rostro mojado. Mis ojos nublados muy pronto dejaron de distinguir dónde estaba.
—Papá —repetí llorando, sin poder controlar mis sollozos.
Él entonces abruptamente frenó, retiró las pistolas de su cintura, las dejó caer en el espacio de los pedales, y se inclinó para contener mis violentos temblores en un abrazo.
No pude escuchar nada de lo que me decía bajo mi llanto. Cientos de pensamientos de pronto se me agolparon. Recordé cómo se lo llevaron, recordé cómo me habían golpeado, abusado, la manera en que fui comprada como una fruta en un mercado. Nada de eso pareció suponer un real peligro hasta ahora, que estaba a salvo.
—Tienes que respirar, princesa —instó, apretándome un poco más fuerte entre sus brazos.
Apreté los ojos y agarré aire para poder hablar.
—Y-ya no soy una princesa.
—Claro que lo eres —replicó enseguida dejando rápidos besos castos en mi frente y mis mejillas—, siempre lo serás. Ya estoy contigo, Nora, estamos juntos.
Ahogué más lamentos pensando en lo terrible de nuestra situación, y mi padre me contuvo un poco más fuerte contra su pecho.
—Déjame sacarte de la calle primero, ¿está bien?
Instó con suavidad y solo ahí noté que un teléfono en su bolsillo no dejaba de vibrar. Gruñó y lo sacó bruscamente de su lugar, deslizó el dedo por la pantalla y se lo llevó al oído.
—Ya deja de insistir si sabes que está conmigo —espetó.
Oí sofocada la voz de Jimin por la línea; no le entendía nada, pero de súbito me acordé de él y sentí mis ojos dilatarse demasiado.
—¡No! —exclamó mi padre—, aún no llego porque no dejas de puto llamar.