Nora Muscatello, mimada hasta lo impensado, tiene a toda Italia a sus pies.
Su padre le da todo lo que cruza por su mente, sólo hasta que sortea un horrible tropiezo.
Su pesadilla comienza al pisar la catástrofe que es Corea del Sur, pues una serie...
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Mi desespero me hizo forcejear con la puerta un poco más, pero fue inútil. Un quejido de impotencia salió de mis labios y me senté en el sofá en el que estaba antes, completamente a oscuras, para hacer nada más que esperarlo.
En esta instancia más que nunca me sentía cautiva, presa de mis decisiones y circunstancias. La habitación pronto comenzó a sentirse como una jaula, y yo quería volar. Deseé que apareciera Hobi, pero no fue así.
Cavilé de inmediato que Jungkook había ido, quizás, a complacer sus urgencias con otra mujer. En su rostro leía el descontrol, y me alivié. Mientras no desatara su furia conmigo, supuse que estaba bien.
Mis ojos se acostumbraron a la penumbra y distinguí el reloj junto a la ventana. Los minutos avanzaron, pronto se completó una hora. Los párpados me pesaban de lágrimas, pero me opuse a llorar. En su lugar, me levanté del sofá y me recosté sobre la amplia cama, aplastada por el abrumador silencio.
Cerré mis ojos sobre aquel edredón de seda y con esa textura me asaltaron los recuerdos. Cuando mi mente necesitaba resguardo siempre parecían hacerlo.
—¿Viste cómo se puso? —pregunté divertida, viéndolo caminar detrás de mí.
—Nunca voy a entenderla —aseveró—. No sé si alguna vez lo hice en realidad.
—Solo quería venir a verte un rato.
—Puedes venir todos los ratos, Nora.
Los pasos de mi padre se detuvieron y me giré para verlo. Tomó asiento en una reposera blanca a la salida de su habitación y llenó una copa del whisky que descansaba en la mesa contigua.
—A esta casa le hace falta —dijo y empuñó la mano—... energía femenina, ¿no te parece?
Me reí por lo bajo y negué con la cabeza, conmovida ante sus insistencias y su esfuerzo por cambiar el tema.
—A mí me parece hermosa tal cual está.
Me sobresalté cuando un empleado apareció por la puerta corrediza de vidrio detrás de nosotros. Me dedicó una pequeña reverencia antes de hablar.
—Disculpe, firma, al teléfono está don Alessandro...
—¿No ves que estoy ocupado? —alegó mi padre—. Dile que lo llamaré después. Y no quiero que vuelvas a venir cuando estoy con mi hija.
Su voz no se alzó, pero fue tan firme que le hizo cosquillas a mi estómago.
—Sí —balbuceó el hombre—, discúlpeme, señor.
Me quité las sandalias para estar más cómoda en cuanto él se fue y caminé relajadamente de un lado al otro sobre la fina cerámica de aquel porche, aún tibia por el sol.