Capítulo 32: Kara

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KARA

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KARA

El amanecer surgía floreciendo la luz sobre las copas de las hojas y destellando el semblante serio y pensativo de Marxel. Corrimos hacia las profundidades del bosque de Hierro dejando todo el desastre a nuestras espaldas. Respiré con normalidad cuando alcanzamos el interior bajo la copa de los arboles. Ya no había ruido, ni personas, tan solo el sonido del serpenteo de las hojas grises y del silbido de los pajaritos.

No respondió cuando lo llamé, tan solo asintió con la cabeza sin ni siquiera mirarme.

—¿Crees que está...?

—¿Muerta? —atrapó la pregunta en un ronco murmullo, apenas audible mientras pisaba las ramas extensas que se entrelazaban sobre ellas—. Sí.

—Pero no entiendo como podría delatarnos y luego...

—No lo sé —tan solo contestó.

Cogí su mano desde atrás. No entendía que me había llevado a hacerlo, quizás un instinto de conexión entre tanto desconcierto. Sus dedos, sorprendentemente, alcanzaron los míos, y decidió detener el paso. Noté la tensa línea que se formó en su mandíbula, y su mirada se fijó en nuestras manos unidas, como si fuera un acto tan nuevo, extraño y poderoso.

El eco de sus palabras en aquel salón durante la madrugada, resonaron en mí cabeza. Me atreví a escuchar la parte donde Seraphine le preguntó sobre sus sentimientos, y él, sin titubear, se burló de la idea, como si fuera algo ridículo e imaginario. Y aunque sabía que esto no nos llevaría a ninguna parte, que lo que había surgido entre nosotros fue un impulso tan físico cómo pasajero, una pequeña parte irracional de mí, esperaba escuchar una respuesta diferente de él.

Sin embargo, sabía que, al volver a mirarlo a los ojos, no había necesidad de si quiera decirlo en voz alta. A partir de ahora, todo lo que había surgido entre los dos en aquella casa, cada palabra, cada roce, jamás había sucedido. El fuego y el hielo jamás podían tocarse. Lo que fuera que nos impulsó a hacerlo, se desvanecería sin dejar rastro, un secreto jamás contado dentro de cuatro paredes.

La única persona que alguna vez lo supo ahora estaba muerta.

—Tenemos que irnos —dijo Marxel, arrancándome de mis pensamientos. Apartó la mano de la mía antes de entregarme la espalda y caminar hacia el interior del bosque.

Durante todo el camino no hablamos, tan solo podía escuchar el repique de nuestras botas sobre las hojas grises y marchitadas. El sendero nos condujo a una residencia atestada de casas fastuosas y ordenadas. 

Conocía el lugar a la perfección. Cada acera, cada camino que conllevaba a magnificas casas pintadas de blanco con sus pórticos de madera y pequeños jardines. En el invierno, cada familia iluminaba su hogar con luces destellantes y el cielo se adornaba de fuegos artificiales. En la primavera, pequeños mercados se anteponían atiborrados de distintos tipos de flores. Cada estación era un momento de celebración para acercar a los residentes que rodeaban la Alta Torre.

Mi casa se encontraba tras una columna de pinos. Se encontraba reconstruida tal y cómo la recordaba, como si nada hubiese ocurrido en aquel lugar.

Aparté la mirada y me concentré en el camino en un intento de contener las lágrimas.

Continuamos por el sendero del bosque hasta llegar a su límite, dejando atrás aquel olor azufrado que desprendían los árboles de hierro. Una vez que la luz nos refugió a ambos, Marxel me indicó dónde se encontraba la casa de su madre, que debíamos acercarnos antes de entrar por las puertas de la Alta Torre.

Levanté la vista, más allá de la residencia se encontraba una plaza y justo delante se ubicaba La Alta Torre. El corazón me dio un vuelco. Había olvidado lo majestuosa que era de cerca. Las paredes delanteras no eran de concentro, sino de cristal que relucía en destellos. Se decía que sus ventanas eran tan resistentes para que nadie se atreviera a filtrarse dentro.

—Hay poca vigilancia durante el día, pero no debemos llamar la atención de las patrullas —dijo él. La única forma de alcanzar su casa era atravesando la residencia de casas y las entrelazadas vías del pulido césped. Marxel me tendió e hizo un gesto con la cabeza para animarme a correr con él.

Un grupo de soldados prakvares marchaban en dirección a la salida de la Alta Torre cuándo avanzamos a sus espaldas. Oprimí los dedos de Marxel que rodeaban los míos y se volteó hacia a mí, señalando con su cabeza la zona trasera de unas de las viviendas.

Justo en aquel momento, escuché el pitido en mi oreja. Apreté los dientes e ignoré la llamada del Dante, pero siguió persistiendo.

Apoyé la espalda en la pared y arrastré el dedo por el contorno por de mi oreja. La voz de Dante se hizo presente.

—Sé que no quieres hablar conmigo, pero tienes que escucharme.

Suspiré.

—¿Qué quieres?

—Quiero ayudarte —admitió—. Estoy cerca de ti. Puedo verte.

Volteé a mi derecha, el bosque seguía serpenteando sus hojas, pero no había nadie.

—Nos has seguido.

—Siempre estoy detrás de ti, Kara —murmuró jadeante, como si estuviese corriendo. —Debo protegerte.

Solté aire, apretando los labios y Marxel me observó detenidamente.

—¿Hay una razón por la que debas protegerme? —se me rompió la voz al preguntar.

Él tardó en responder.

—Sí, pero... no puedo decírtelo todavía. Necesito que confíes en mí —respondió rápidamente—. Escúchame, están planeando algo más grande, Kara. He estado recopilando más información sobre la Orden, el que está al mando ha reunido a muchísima gente para que le sigan, incluso soldados rojos que tienen poca edad. El programa de lealtad es el tiquete de bienvenida.

—¿Hacia donde?

Un silencio le siguió antes de contestar.

—Van a acabar con el poder de los Leví, pero tendrán de que hacer todo de nuevo. Incluso aún peor que la Restauración.

Marxel notó la expresión de mi rostro y repetí las palabras que me había dicho Dante. Él apretó los dientes, se mantuvo en silencio también cómo si estuviera absorto en sus pensamientos, y luego de unos segundos, me ordenó:

—Tenemos que irnos. Antes de que sea demasiado tarde.

Ladrona de Espejos | 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora