Necesito un abrazo

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"¿Qué quieres ser de grande?"

La voz de mi abuelo se escuchó a mi lado. Él estaba usando su habitual sombrero de paja que lo protegía de los intensos rayos de sol. Tenía 7 años de nuevo y estaba ayudándole a alimentar a los conejos, aunque en realidad yo solo jugaba con ellos y les ponía nombres extraños a cada uno.

Era una niña, así que todavía no pensaba en esa interminable cuestión que los adultos siempre tienen presente.

El futuro

—No lo sé... —me encogí de hombros—. Quiero ser como tú, abuelo.

Recuerdo bien su reacción: Mi abuelo sonrió cálidamente haciendo que las líneas de expresión trazaran caminos imborrables en su rostro. Además, los cabellos plateados sobresalían en su frondoso bigote, bien peinado como siempre. Ahora que recuerdo ese día, pienso en lo feliz que debió de sentirse y en el hecho de que terminé cumpliendo esas palabras.

Mientras acariciaba a los pequeños animales, alcé la mirada un poco más allá de la cabaña: Mamá estaba fumando detrás de la pared de madera con el ceño fruncido y con la mirada perdida;tal vez por una discusión que había tenido con mi abuelo, porque aunque no fuera tan aparente debido a su personalidad cariñosa, mi abuelo era alguien obstinado al igual que mi madre. Ellos dos eran muy parecidos, o al menos eso me decía mi papá, pero yo no podía ver sus similitudes hasta que los conflictos estallaban.

El punto medio entre esta guerra constante era mi abuela, que a pesar de haberse divorciado de mi abuelo cuando mi mamá era una niñita, tenía un carácter pacífico.

Yo nunca la conocí, pero las veces que acompañaba a mi abuelo a regar los cultivos solía hablarme de lo increíble que era mi abuela como si nunca la hubiera dejado de amar, y hasta el día de hoy creo que eso es verdad. Y de esta forma, sin darme cuenta, terminé extrañándola como si ella hubiera estado presente desde el día en el que nací porque había hecho pasar esos relatos como propios.

Observé la figura del humo gris en silencio con un sentimiento amargo en la boca. Mi abuelo me dio una palmada en la espalda y me dijo que todo estaría bien, que no me preocupara, y yo, como era una pequeña niña y no sabía nada de la vida, decidí confiar en él porque eso era lo más fácil.

—Abuelo... —mis ojos se sentían calientes y se me nublaba la vista— Todavía no quiero volver.

Era mediados de verano y dentro de dos días volvería junto a mi familia a Zuzu. Odiaba la idea de regresar a mi estrecha habitación y estar al cuidado de mi ruidosa vecina que solo me alimentaba con comida congelada. Mi abuelo sabía de mi sentir y le insistió a mi madre que nos quedáramos una semana más, pero para mi mala suerte, fue rechazado rotundamente.

He conocido a mi mamá toda mi vida y sé la clase de persona que es: Una completa citadina. Ella toma su café negro todos los días, utiliza ropa formal a primera hora de la mañana, va a la oficina, maldice al tráfico, es adicta al trabajo, vuelve tarde por la noche y le paga a otros para que hagan lo que a ella no le da tiempo. Ella es del tipo de personas perfeccionistas y elegantes a las cuales admiras en el trabajo.

Si. Esa es mi mamá.

Y en este estilo de vida no cabía la vagancia ni mucho menos una vida en el campo.

Esa mañana, mi abuelo había vuelto a insistir que nos quedáramos unos días más, pero mi madre no se lo tomó a bien.

Mi mamá siempre fue estricta con los estudios, pidiéndome lo mejor para algún día seguir con el negocio familiar de mi papá; es debido a esto que desde que era muy joven participé en programas de reforzamiento y actividades extracurriculares como la gimnasia, que era la única que disfrutaba de verdad. Mi abuelo no estaba de acuerdo con ese método de crianza y se lo hacía saber a mi madre a menudo, lo cual no la hacía para nada feliz; y no fue hasta esa caótica mañana que ella le devolvió el golpe multiplicado por diez diciéndole que él no tenía derecho a decirle cómo criar a su hija si él ni siquiera había criado a la suya. De no haber sido por la intervención de mi papá, estoy segura de que las cosas hubieran escalado a algo mucho peor.

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