Capítulo 26 "Único en el mundo"

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El martillo fisiológico en su cabeza golpeaba sin descanso. Draco gruñó por lo bajo, aplicando presión en sus sienes con sus dedos mientras inclinaba el torso sobre el escritorio. El reloj en la pared indicaba que era medianoche, su hija cumplía once meses hoy.

—Señor Malfoy —llamó Alphonse, sosteniendo el pergamino con el informe de los últimos experimentos.

Draco permaneció en silencio unos segundos, observándolo. La expresión preocupada y, más que nada, de lástima que Alphonse mostraba concordaba con lo que los papeles frente a él le habían estado gritando durante la última hora y media. Estirando la mano, tomó el pergamino que su ayudante le entregaba.

—Puedes irte, Alphonse, y gracias por quedarte hasta tan tarde —dijo Draco, dándole la espalda mientras volvía a enfrentar la condena escrita frente a él.

—Tenga buena noche, Señor Malfoy —susurró Alphonse con empática tristeza, quitándose la bata de laboratorio y recogiendo su abrigo.

Draco permaneció en silencio, escuchando los pasos que se alejaban, la red flú encendiéndose, Alphonse dando la dirección de su casa y, luego, nada. La soledad de su laboratorio pesaba, abrumadora e implacable. Draco quería esconderse, huir a algún sitio lejos con Harry y su hija y nunca regresar al mundo, ya fuera mágico o muggle. No podía, y eso era lo peor.

Con gestos cansados, Draco recogió los documentos y los agrupó ordenadamente en una carpeta de investigación que envió por vía red flú a la oficina de la medimaga infantil, y otra copia al jefe del Departamento de Alquimia. Tomando el pergamino con el informe que Alphonse, siempre amable, escribió por él, Draco tomó su abrigo y fue hacia la chimenea.

La Mansión Malfoy era silenciosa la mayor parte del tiempo desde que Draco recordaba. En su infancia, solía temer la noche, porque parecía que la mansión cobraba vida. Era ridículo, solo estaban sus padres, los elfos y los cuadros que guardaban el recuerdo de un muerto. Pero, al Draco de siete años eso no le importaba, tenía miedo de todas formas.

Durante su adolescencia aprendió a abrazar el silencio, se aferró a este como si fuera una tabla salvadora en medio del océano, porque el silencio implicaba soledad y eso solo lo tenía cuando los mortífagos no estaban. De adulto, Draco había aprendido a apreciar cada etapa, silenciosa o ruidosa, por lo que eran. El miedo, el verdadero, lo había vivido tan profundo que ya no era fácil para él sentirlo.

Draco estaba aterrado. No podía negarlo, ocultarlo o ignorarlo. Lo sabía tan bien como sabía que estaba respirando, era una segunda naturaleza, una acción inconsciente que lo aferraba a la vida. No era ese terror paralizante que te congelaba los huesos y contraía los músculos, ojalá lo fuera. Era un miedo asfixiante, ese que te comía por dentro y destrozaba cada fracción de tu alma conforme pasaban los segundos. El miedo que venía acompañado de impotencia.

Su cuerpo siguió moviéndose con memoria muscular. Su mente estaba clara, tan centrado y consciente que era destructivo. Draco deseaba poder tomar una poción que enturbiara sus pensamientos y lo obnubilara. No podía, tenía una responsabilidad como padre, así que dejó el abrigo en el perchero y se dirigió a su estudio.

Estuvo sentado en el escritorio un tiempo indefinido, su mano deslizándose sobre el papel, dejando plasmada en tinta lo que solo podía describirse como una súplica angustiada de un padre preocupado. Cuando la pluma rayó su firma sobre la hoja, Draco se dio cuenta de la mirada que pesaba sobre él.

—Pensé que estarías durmiendo —comentó, secando la tinta y doblando la carta para depositarla dentro del sobre correspondiente y vertiendo la cera negra encima.

—Lo estaba, pero Calantha se despertó y, entonces, sentí que habías vuelto —respondió Harry, entrando del todo al estudio y cerrando la puerta detrás suyo—. No sueles traer trabajo a casa.

Siempre a ti (Drarry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora