13. El privilegio de disfrutarte

581 82 8
                                    

Desde el encontronazo, me he tomado dos chupitos y un Manhattan en nombre de mi pantera favorita.

Tengo los oídos embotados de la música, de las voces que cantan extasiadas por el increíble trabajo que está haciendo el DJ. En ocasiones, el suelo resulta movedizo. Entonces, le rodeo el cuello al chico con el que estoy bailando y me aseguro de preservar el sentido del equilibro. Y la dignidad. Es un joven de unos veinte años, rubio, musculoso, para nada mi tipo, que tiene el descaro de sujetarme las caderas y pegarlas contra su pelvis si el ritmo de la música se lo sugiere.

Intento fluir en este laberinto de humo, confetis y neones.

Vero y Sammy bailan a unos metros, contoneándose entre ellos porque hace un rato que el chico que le había llamado la atención desapareció. Mi mente me arrastra al pasado. Recuerdo las épocas del instituto, ella era perfecta. Bonita, femenina, envidiablemente sexy sin que tuviese que hacer esfuerzo alguno. Yo, un océano de complejos y de inseguridades. Una lente que apreciaba la vida en blanco y negro. Ella era dulzura por fuera, infierno por dentro. Y no titubeaba en sacar su peor versión al exterior si algún imbécil se burlaba de Sammy o de mí. Luego, empezó a reservar la dulzura para quienes creía merecidos de ese extraño acontecimiento como sonreír de forma amorosa o achuchar inspirando fuerte. Una de las privilegiadas era yo. Incluso intentaba convencerme de que le habría gustado nacer con mi rostro decorado por minúsculas pecas esparcidas de forma espontánea, el cabello cobrizo que heredé de mi padre o mis manos repletas de un talento entumecido.

De todo eso, han sobrevivido las pecas.

Alzo la mirada la techo sosteniéndome del cuello de mi compañero de pista. La cabeza me da vueltas, los párpados me pesan. He llegado a ese clímax en el que antes habría perdido la noción de quién soy, le habría dado un buen morreo a este chico que ni siquiera me atrae y me lo habría llevado al apartamento para echar un buen polvo que seguramente habría concluido en «polvo» sin el «buen». Qué pérdida de tiempo.

Diviso el reservado de mis compañeros de trabajo y me pregunto qué diablos estaré pensando para quererles ver el careto de borrachos a estas horas de la noche. Amber no está, Luca tampoco. Gianni sí. El resto son desconocidos. Repaso su figura, el porte elegante que lo acompaña allá donde va. Está charlando con una joven morena que le coge la muñeca para escudriñarle los anillos como si a estas horas pudiese ver algo que no fuese el espejismo en su cabeza de tirárselo en su cama. Él sonríe. Pocas veces lo he visto sonreír, pero creo que esos labios extendidos son una mentira de cara al público.

De repente, los ojos de Gianni recaen sobre los míos. Pienso que es un accidente desafortunado, para ambos, haber cruzado miradas. Sin embargo, yo la he buscado y él no la retira, aunque continúe hablando con esa chica. ¿Me está desafiando? Algo en mí se remueve. La sutil perturbación de compartir unos segundos de inexplicable profundidad, de sentir a tu enemigo más cerca. Más íntimo, de alguna manera.

Me aparto, estoy cansada de bailar. También irritada. Al rubio le importa lo mismo que a mí, se gira hacia otra chica que le da atención y yo me abro paso entre el gentío hacia la barra blanca de la planta. Apoyo los codos sobre la superficie pegajosa y me recojo un mechón de cabello rubio tras la oreja derecha. El camarero va a trompicones de una punta de la barra a la otra, está tan saturado que no sabe quién llegó antes o quién lo hizo después. Un minuto esperando a que te atiendan puede convertirse en una eternidad cuando estás cansada y te duelen los pies embutidos en los tacones de aguja. Suspiro con tanta fuerza que se me inflan los mofletes y empiezo a reírme porque a estas alturas todo me hace gracia. O todo me molesta.

Siempre voy de un extremo a otro.

—Un Manhattan, por favor —oigo a mi derecha.

Ese cóctel me resulta familiar y, por acto reflejo, sonrío atontada. Maldito Leo que no te tengo hoy conmigo. Me pregunto a quién le estarás dando esta noche el privilegio de disfrutarte. Ladeo la mirada con torpeza y, en cuanto veo a Gianni a escasos centímetros de mí, se me borra la sonrisa de golpe. De hecho, me sobresalto. ¿Un Manhattan? Arrugo la nariz, enfoco su atractiva cara y contemplo la forma de sus labios. En realidad, son parecidos a los de él. Por un segundo, me imagino que este ogro pudiese ser Leo y suelto una carcajada. Para empezar, carece del irresistible acento italiano de Leo.

Gianni enarca una ceja y se acomoda de lado en la barra.

—Tienes buen gusto —comento aún riéndome y tratando de olvidar esa ridícula ocurrencia.

—Es para Luca.

La ocurrencia toma un atajo en mi mente colmada de dopamina debido al alcohol. Luca. Italiano. Acento. Manhattan. Podría ser una posibilidad. También podría ser una posibilidad que vea a Leo en cualquier tío con el que comparta similitudes por el hecho de que me apetece descubrir su identidad fuera del club.

—¿Quieres que pida algo para ti? —me ofrece.

—Un Zombie.

No sé qué tendrá su mano, pero el camarero acude cada vez que la levanta y cóctel en marcha.

—Gianni siendo servicial, ¿qué es esto? —me burlo, giro sobre mí y me coloco de espaldas a la barra—. ¿Se acerca el fin del mundo?

—Soy más servicial de lo que podrías imaginar —insinúa.

Lo contemplo de lado con una media sonrisa que me trepa desde dentro aunque no sepa de dónde me sale. Mantiene una expresión imperturbable, similar al careto que arrastra a diario en la oficina.

—¿Siempre eres tan aburrido?

De pronto, una de las comisuras toma el control de sus labios y le dibuja una sonrisa pícara, tan real que me contagia. El camarero nos sirve ambas copas, Gianni pasa su móvil por el datáfono y se me desencaja la mandíbula del espanto.

—Confirmado, se avecina el apocalipsis.

—Qué curioso. —Me ignora—. Ayer estabas fatal para acompañarme a una reunión y hoy te pides uno de los cócteles más fuertes de la discoteca.

—Así soy yo.

—¿Así de mentirosa?

La sangre me hierve de cero a cien en milisegundos. Es su habilidad especial, la que Gerardo no conoce y por eso me obliga a trabajar con él.

—Escúchame bien. —Le apunto con el índice. El color de mis uñas largas relampaguea bajo los focos parpadeantes—. En el trabajo te soporto porque es la única alternativa que tengo, pero en la calle no pienso permitirte ni una.

Vuelve a reír, esta vez soltando aire por la nariz.

—¿Me estás amenazando?

—Sí —le declaro la guerra con los ojos.

Me devuelve la respuesta al desafío aproximando su rostro al mío.

—Cuéntame qué vas a hacer. —Sus pupilas maliciosas se pasean a su antojo por mi cara hasta perfilar la forma de mi boca—. ¿Tirarme otro vaso de agua en el escritorio?

—Puedo tirarte esta copa. —Se me escapa una sonrisa mordaz—. A ti.

Parpadea lento y sonríe sutil. Qué jodidamente guapo es de cerca.

—Contaré los días hasta que te despidan, Anna.

Contaré los días hasta que te destruya, es lo que desearía decirle.

—Para detestarme tanto te veo pocas ganas de regresar con tus compañeros.

Acto seguido, le doy una buena patada a mi madurez. Le lanzo un guiño y me alejo de camino al reservado asegurándome de que pueda observar bien el contoneo de mis caderas. Mira bien lo que te has perdido por arrogante. Llevo la mano libre a la desnudez de mi espalda y le muestro el dedo corazón. Estoy segura de que no me ha quitado el ojo de encima. De que ha visto y entendido el mensaje:

«Que te jodan».

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora